Contra el morbo, por Guadalupe Nettel

Me pregunto desde cuándo existe en México la costumbre de regodearse en el dolor, en la crueldad, en el salvajismo y en la violencia de todo tipo. También me pregunto si esa tendencia viene desde los antiguos pobladores de estas tierras que adoraban a dioses como la Coatlicue o Huitzilopochtli, o si nos viene de España cuyo catolicismo es especialmente dramático y lacrimógeno. Sin ir más lejos, pensemos en las procesiones de Semana Santa en Iztapalapa. ¿En qué otro país del mundo el actor que hace de Jesús, en las representaciones callejeras, lleva puesta una verdadera corona de espinas o carga tanto tiempo una cruz, similar a la que empleaban los romanos para torturar a sus delincuentes? Que yo sepa, en ninguno.

 Incluso la gente que ha vivido situaciones de mucha violencia, como los colombianos o los vietnamitas, se sorprende de los usos y costumbres de nuestros narcotraficantes o de los grupos paramilitares. Les resultan tan sanguinarios como incomprensible nuestra obsesión en sus acciones, esa actitud masoquista que aquí llamamos “echarle limón a la herida”. Cada país tiene sus características y una de las nuestras parece ser el morbo. No seré yo quien tire la primera piedra, pero basta ver la prensa “seria” para ver cómo se saca partido de esta costumbre nacional: la sección de noticias cotidianas se asemeja a la de nota roja. ¿Y qué decir de los anuncios gubernamentales? ¿Quién puede, por ejemplo, olvidar la voz engolada con la que aquel locutor de radio anunciaba, en tiempos de Felipe Calderon, la cantidad de secuestradores supuestamente detenidos? Pero no son sólo los medios de comunicación. Las conversaciones de sobremesa o en las salas de espera del consultorio médico, giran infaliblemente en torno a eso. Pareciera que para ser profundo o trascendental, sólo se pudiera hablar de la violencia. No importa cuál elijamos: el bulling en las escuelas, la violencia doméstica, la extorsión o los secuestros.

En literatura pasa lo mismo. Si uno es escritor y no hace narconovela. Lo primero que hará la crítica será reprochárselo, y los periodistas, cada vez que saque un libro, le asestarán esta pregunta: “¿de que manera toca aquí el tema de la violencia?”, como si se tratara de una obligación. Esa vieja creencia de que el arte debe ser un vehículo de militancia o denuncia que tanto irritaba a Los contemporáneos o a Octavio Paz.

La frase “lo que pasa en este país” es ya una paráfrasis comúnmente aceptada para hablar del narco y los asaltos de los grupos paramilitares, pero ¿se trata realmente de lo único que pasa? Por supuesto que no. Hay decenas de otros problemas que se cubren con el tema de la violencia, como el hambre, el bajo nivel de educación y de salud —muy vinculados, por cierto, con aquella—, además de muchas actitudes loables, de las que casi no se habla por miedo a caer en la cursilería o en el mal gusto. Después de vivir tantos años fuera de México, estoy convencida de que nuestra sociedad tiene un lado muy generoso y solidario del cual deberíamos enorgullecernos o por lo menos empezar a enfatizar para intentar que, poco a poco, cambie el PH en nuestro imaginario colectivo. A ver si es cierto eso de que somos lo que pensamos, como dicen los budistas o, en otras palabras, aquello en lo que enfocamos nuestra atención tiene un efecto directo sobre la realidad.

(Guadalupe Nettel / [email protected])