Cucarachas

Torso desnudo, toalla sobre el vientre abultado, un señor que se cambiaba en el vestidor del deportivo donde nado echó una mirada a la TV que cuelga de un muro. Desde Palacio Nacional, el presidente enroscaba y unía pulgar e índice, ese gesto tan suyo con que busca conferir autoridad a sus frágiles ideas.

-Si los mexicanos fuéramos animales –dijo el señor de la toalla-, ¿sabes qué animal seríamos?

-No.

-Cucarachas. El gobierno nos persigue, pisa, destripa, fumiga. Cuando nos fumiga parece que al fin nos aniquiló a todos, pero pasan los días y los mexicanos salimos de atrás del refri y las coladeras, bien alegres como si nada.

Dijo “como si nada” y, en el ambiente vaporoso de las regaderas, imaginé en una edición veloz las sucesivas tragedias que han castigado a México este trienio, Ayotzinapa al frente. Ahí vamos, sintiendo cómo cada tragedia entra en nuestra sangre y la envenena. ¿Como si nada? Pienso que las tragedias que nos rodean van, de a poco, ensombreciendo nuestro día a día (es imposible andar por la vida sin saber qué ocurre en tu país), y no hallamos el modo de extirparnos el doble tormento de las tragedias y sus autores.

Y entonces volví a pensar en lo que el señor de la toalla decía, en ese ser vivo por fuera insignificante pero con capacidad para morir, renacer y, sin reparar en sus congéneres asesinados, volver a andar.

Si la nauseabunda comparación era válida, no quería imaginarla más: volteé a la tele, que ahora mostraba a legisladores y funcionarios, protocolarios, impecables, oyendo con respeto al amo dar su Informe. De pronto, Peña dijo algo y muchos de esos hombres, quizá cientos, se volcaron en aplausos. En este México con más muertos, pobres y desaparecidos que nunca, aplausos: un buen lapso de aplausos ejecutado por una comparsa amansada. Rompían sus manos con el clap clap fervoroso, exultante, en un ataque de euforia histérica pues el amo les contaba que él hace las cosas muy bien, que vamos por el camino correcto, que la prosperidad, que el bienestar, que el desarrollo. Aunque basta salir de Palacio Nacional para ver la maldita miseria que no cesa hasta el Bravo, el Suchiate o el Golfo, los políticos, obligados a hurgar la realidad, confrontar, pensar, combatir, idear, servir, preferían aplaudir. Aplaudían al presidente los sujetos a los que otorgamos la misión sagrada de ser nuestra voz y brazo ejecutor, aplaudían por nosotros aunque nosotros no aplaudiríamos: violaban así nuestra voluntad. Aplaudían con sus manos cubiertas de mancuernillas y relojes áureos con que nos avisan en cada aplauso que su poder es nuestro escarnio.

Y aplaudían no porque coincidieran sino exclusivamente porque una cámara los enfocaba y si no aplaudían el amo se iba a enterar. Y si se entera adiós relojes, viajes a Ibiza, casas blancas con albercas y jardines. Mejor, muchos aplausos.

Nosotros no somos las cucarachas.