De mendigo a millonario, por @antonioortugno

Me refiere don Juan, mi peluquero, una historia ejemplar. A la vuelta de su peluquería existió hasta hace unos meses un negocio de maquinaria. El dueño, un tipo malencarado y seco, acaba de fallecer. Ya tendría sus buenos 90 años. El dependiente del sitio, que ahora debe andar en sus 40, llegó a la puerta del lugar, hará más de 30 años, a pedir para un taco. En vez de darle un peso, el dueño le dio empleo. No sabía hacer nada pero le fueron enseñando.

Muchos pensarán que aquello fue un arranque de generosidad incomparable. Sin embargo, hay matices. Por ejemplo, que hasta hace unos meses el salario del dependiente era de mil pesos a la semana. Luego de más de tres decenios de chamba. Claro: el dueño disparaba los lonches y las cocas y hasta las cervezas del viernes por la noche. ¿Es eso un trato laboral justo? Francamente lo dudo.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR: Castillo de naipes

Pero la cosa no termina allí. Cuando su patrón falleció, el dependiente estaba angustiado. Sentía que iba a terminar de vuelta en la calle de donde salió. Como el propietario del negocio no tenía esposa, hijos o parientes conocidos, se imaginó que de algún rincón saldría un sobrino inesperado, listo para quedarse con el efectivo y liquidar el resto.

No fue así. A los pocos días de la muerte del viejo, apareció en el negocio un abogado. “Vengo a ejecutar la última voluntad del señor”, dijo. El empleado lo que oyó fue: “Voy a embargar y te vas a ir ahorita mismo”. Cosa de los nervios. El abogado llevaba un testamento en toda regla, en el cual se establecía que el dependiente era el heredero único y universal de los bienes de su patrón: el local, la maquinaria, cuatro casas y cuentas bancarias y activos por varios millones de pesos.

Hasta este punto, a la historia no le falta más que una intervención de San Juditas Tadeo para ser la clásica anécdota de barrio que resalta el esfuerzo recompensado. Pero no. El empleado, una vez repuesto del susto, digirió rápidamente su condición de nuevo rico. Corrió al bodeguero y a la señora del aseo con unas liquidaciones ridículas y cerró el negocio. Se asesoró para pagar la menor cantidad posible de impuestos y hasta para hacer ciertas donaciones que le ayudaran a torear el dinero que en teoría le correspondería pagar.

La última vez que don Luis, mi peluquero, lo vio, el modesto tipo convertido en inversionista estaba arriba de un Mercedes, con la camisa abierta hasta el esternón, esperando a que unos cargadores treparan los últimos muebles del despacho de su ‘benefactor’ a un camión de redilas. “Ya vendí todo. El martes vienen a demoler. Voy a hacer una torre de departamentos”, declaró.

Se puso sus lentes oscuros, le subió a la radio y arrancó. Mucho me temo que la moraleja es que un mexicano con dinero es un predador al que los mismísimos Tiranosaurios Rex le vendrían haciendo los mandados.

 

 

(Antonio Ortuño)