“El acto de matar”, por @drabasa

Una de las cintas más polémicas de la novena gira de documentales Ambulante es el documental producido por Werner Herzog y Errol Morris, dirigido por el realizador norteamericano Joshua Oppenheimer, llamado The Act of Killing (El acto de matar). Presumimos que la mayoría de las personas que trabajaron en la cinta provienen del país donde se realizó el rodaje, Indonesia, pero no lo podemos saber a ciencia cierta porque más de tres cuartas partes de los créditos que se muestran al finalizar la película tienen escrita la palabra “Anonymus” junto a la descripción del puesto de trabajo. ¿Por qué? Por el miedo, el terror de éstos hacia la posible reacción del gobierno de su país ante la realidad retratada en el documental.

 La cinta tiene como protagonistas a algunos de los líderes de los escuadrones de la muerte que utilizó el régimen militar indonesio después del golpe de Estado con el que se hicieron del poder en 1965. Los verdugos, que tenían como líder “moral” máximo a Anwar Congo, un hombre que en la cinta aparece caminando como un funambulista en la línea que separa la locura de la razón, asesinaron a más de un millón de personas en su intento por “purgar” a la sociedad del virus del comunismo. La polémica que la cinta ha despertado no tiene que ver con el horror propio del tema que aborda, sino con el método empleado por el realizador. Oppenheimer y su equipo le pidieron a estos grandes asesinos que actuaran algunos de los pasajes más mórbidos de aquella “solución final” indonesia. Congo y sus secuaces se prestaron a ello no sólo con disposición sino con flagrante orgullo y total desvergüenza. El resultado es una cinta que desfigura todo intento por concebir los derechos humanos como un valor universal inmanente a nuestra especie. Los hombres aparecen describiendo las tácticas con las que estrangulaban a hombres y mujeres, cuyos únicos crímenes eran ser sospechosos de promover la ideología comunista en su país, con la misma ligereza que si nos estuvieran contando la manera en la que se prepararon el desayuno esa mañana. Hay escenas absurdas y estremecedoras en las que pueblos enteros reviven cómo estos atroces criminales arrasaron con sus casas, violaron a sus mujeres, despedazaron a sus hombres.

Los líderes del grupo paramilitar en cuestión aparecen como ídolos nacionales siendo aplaudidos en programas televisivos y reciben homenajes en los que participan las más altas esferas del gobierno actual. Los niños pequeños cantan canciones de cuna en las que los comunistas son descritos como ogros capaces de devorarlos por las noches. “Matábamos felizmente”, dice en un momento Anwar Congo recordando que en ocasiones se inspiraban en los westerns y películas de acción norteamericanas. Mientras le despedazaban el cráneo a un hombre, ellos sentían que invocaban el espíritu de John Wayne o Arnold Schwarzenegger.

Para reforzar la sensación de choque en el espectador, la cinta incluye hermosas secuencias que muestran la exuberante belleza natural del país. La genial dirección incluye también finísimos guiños al espectador que nos permiten profundizar un poco en las implicaciones de lo que vemos en pantalla. Hay breves secuencias en centros comerciales, hechos a la imagen y semejanza de los templos de consumo norteamericanos, que nos llevan a repartir la culpa de los asesinatos fuera de las fronteras del archipiélago asiático. Después de todo, el régimen indonesio fue militar y económicamente apoyado por los Estados Unidos y sus aliados, que temían que Indonesia se convirtiera en otro bastión comunista como Vietnam.

La cinta, decíamos, no ha estado exenta de polémica porque hay quien considera inmoral la manera en la que los protagonistas son exhibidos cual patéticos comediantes que enarbolan con orgullo valores homicidas, misántropos y misóginos. Mi postura es justamente la contraria: el tono casi burlesco de la película nos invita a pensar en el sumo grado de abyección que somos capaces de alcanzar los seres humanos cuando una ideología totalitaria (en este caso la adoración fanática al libre mercado) se apodera de nosotros. El documental desnuda las existencias de estos hombres perversos e insignificante cuyas mentes enajenadas son capaces de entender el sentido de lo que hacen. El talante ridículo y francamente estúpido de los asesinos recuerda a Hannah Arendt, la pensadora judía que desmitificó la figura de Adolf Eichman tras el juicio al que fue sometido en Jerusalén después de ser capturado por el Mossad. La idea de la banalidad del mal sostiene que Eichman y los oficiales nazis no eran perversas máquinas de matar sino hombres realmente imbéciles, miopes y estrechos incapaces de someter al más elemental examen de conciencia las órdenes que recibían.

Si el totalitarismo nazi produjo el Holocausto y el soviético el Gulag, la misión capitalista occidental –y su paranoica obsesión con la amenaza comunista que habría de ser contenida en cualquier parte del planeta– instrumentada con bombas, rifles y golpes de Estado; que ha provocado infames hambrunas y formas de neo esclavitud, tiene en el caso indonesio uno de sus más atroces episodios. Esta poderosa e inmisericorde película nos obliga a reflexionar acerca del precio que el mundo ha tenido que pagar para que tengamos la libertad de decidir el color del nuevo iPod que queremos comprar para ver si, éste sí, hace de nuestras vidas un mejor lugar.

DIEGO RABASA / @drabasa)