El arte de perder (en el hipódromo), por @ds_paris

Nunca he sido especialmente dado a los juegos de competencia. Soy un mal perdedor y un perdedor frecuente, combinación poco recomendable. El mal trago de la derrota se me queda en la garganta como el sabor del mal vino durante una cruda apoteósica. Tanto, que después de perder —sobre todo repetidamente— me cuesta mucho volver a emocionarme con un juego. Quizá debo esta intolerancia al hecho de crecer en una familia de atlantistas, no sé. Al futbol le perdí el gusto viendo perder a mi equipo y perdiendo yo mismo en partidos llaneros de Cuernavaca. Nunca pude afiliarme de nuevo a ese entusiasmo masivo. Lo mismo me pasó en tantos otros deportes.

Los juegos de mesa, por su parte, han desatado rupturas irreconciliables en mi vida amorosa. Noches de espaldas mirándose y de mandíbulas trabadas con el rencor del derrotado, reproches acres al guardar las fichas, miradas lacerantes al mínimo jaque. La vida misma se me presenta a veces como una partida de póquer en la que el SAT siempre tiene cuatro cartas iguales.

Mi abuela, que es ludópata, me enseñó juegos de baraja española en los que me desfalcaba (los frijoles haciendo las veces de plata) desde antes de que yo tuviera edad para contar de corrido hasta treinta; también ella me vacunó contra el espíritu competitivo.

Sólo hay un lugar en el que el arte de perder, como dice Elizabeth Bishop, me resulta sencillo: en el hipódromo. Acudo siempre con cierta resignación, sin esperar demasiado pero dispuesto a sorprenderme. Si gano algo en las tres primeras carreras, al menos lo suficiente para reintegrar lo apostado, me embarga un buen humor que las derrotas subsiguientes no empañan del todo. Si, en cambio, pierdo en tres o cuatro carreras al hilo, la efímera victoria de una yegua al cabo de una hora y media de espera me sabe a millones, por más que haya apostado cincuenta tristes pesos a que entraba en segunda.

Engaño supremo, la derrota en el hipódromo conoce suficientes matices para despistarme: si en una carrera hago tres apuestas distintas (una por corazonada, una por estadística y una por no dejar), es harto probable que me lleve unos pesos y, más importante, un alivio emocional impagable con alguna de ellas.

Ofrecen las carreras hípicas, por si fuera poco, el estímulo extra de la gratuidad casi dadaísta en el nombre de los caballos. Ante tal diversidad sígnica no hay derrota que duela. Si Vampiro vence a Filostrato se puede extraer un disfrute fonético aunque se le haya apostado a este último.

Por lo que tengo entendido, los ludópatas se aferran a la inminencia de un triunfo y la sola sospecha de que puede estar cerca termina por hundirlos. En mi caso, y sin que esto signifique que la mía es una estrategia más sana, la pura promesa de una derrota agridulce —por contraste con las derrotas rotundas que la vida me ofrece en tantos otros ámbitos— basta para volcarme al arte de la pérdida como si no hubiera mañana, prendido de las crines de una “cuarto de milla” con el nombre improbable de Amanecer Serrano, Te Voy A Olvidar o Mozambique.

(DANIEL SALDAÑA PARÍS)