“Felices en la infelicidad”, por @apsantiago

Alejandro eligió Pie de la Cuesta. A su nueva vida la fundó en un pedazo de arena con poco o nada, es decir, justo lo que necesitaba: alguna palmera, una tiendita, la plácida Laguna de Coyuca –con sus flamencos rosas, garzas y avocetas volando arriba de los pescadores que avientan su red de trasmallo- y, sobre todo, ese mar abierto del Pacífico que se convulsiona día y noche, como si clamara “esto es la vida” con su oleaje tempestuoso.

“Aquí me quedo”, pensó ese joven que hace cerca de tres años buscaba huir por siempre del DF. Y huir significaba alejarse mucho físicamente (ahora estaba a 391 kilómetros) y colarse por una especie de túnel natural que lo aislara y protegiera de la información: no veía justo condenar cada día de su vida a noticias que lo violaban desde el amanecer. Sentía a las noticias como un ataque donde uno, con las manos amarradas, era forzado a deglutir atrocidad: ejecuciones, contaminación, secuestros, corrupción, tráfico de personas, miseria. La información primero taladraba los oídos y después se iba instalando en el alma como pequeños tumores sin cura, acumulados ahí para siempre.

En ese terrenito de Guerrero, Alejandro construyó con sus ahorros unas cuantas habitaciones que formaron un hotel simple purificado con el sosiego del entorno. Y funcionó: los turistas iban, se quedaban dos o tres días, caminaban por la playa, miraban al mar por horas. Alejandro intentaba que ellos experimentaran las simples alegrías que él mismo vivía.

Pero no pasó mucho para que la realidad lo arrancara de su ensoñación con la potencia de un bulldozer. Su breve nirvana empezó a ser desangrado: la región de la Costa Grande, donde está Pie de la Cuesta, se llenó de descabezados, baleados, mutilados, levantados. Un día de diciembre de 2011 en un encabezado se podía leer: “Abuela y su nieto de dos años, entre los asesinados de la jornada”. Un día antes, en un pueblo cercano, Guadalupe Serna, de 52 años, recibió un disparo en el cuello y otro en el tórax, y el pequeño David Emmanuel un balazo en el pecho.

Alejandro buscó resistir: no oír, no leer, no escuchar. No pensar. Pero la información le fue aplastando la vida otra vez. Nunca ningún delincuente le pidió derecho de piso para tener su hotel, ni nunca nadie lo amenazó. Pero un día no pudo más: no importaba ya que el negocio fluyera, ni que enfrente tuviera el mar con su oleaje fantástico, ni los flamencos rosas de la laguna.

Ya de regreso en la Ciudad de México explicó a su familia la decisión de volver: “Yo no puedo ser feliz si estoy rodeado de infelicidad”. Poco después, cuando yo escuché la frase, me pregunté: “¿Cómo podemos los mexicanos ser felices si estamos rodeados de infelicidad?”. No lo sé. No creo que alguien lo sepa.

Alejandro vendió su hotel a unos empresarios gringos fascinados por el paisaje.

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 Aníbal Santiago en sus inicios fue reportero de Reforma y otros diarios, y después pasó a escribir en revistas como Chilango, Esquire o Emeequis, en la que hoy hace periodismo narrativo. Ha sido profesor universitario y conductor de televisión. Premio Nacional de Periodismo 2007.

 

(ANÍBAL SANTIAGO)