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11/04/2021
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Two Nation Army

A la cantina Dos Naciones, en el Centro Histórico, llegué por vez primera acompañando a mi maestro Eusebio Ruvalcaba después del taller de creación literaria que él oficiaba en la colonia Obrera. Eran unas borracheras hermosísimas. Estoy hablando de los derredores del 2003. Aquella inicial ocasión llegamos temprano y las ficheras eran escasas o más bien no oficiaban en ese momento. Nos sirvieron un caldo de camarón y una canasta de pan, bebimos un par de rones y charlamos sobre literatura. ¡Esos eran los años! La ciudad se me iba descubriendo un tugurio a la vez. Yo aún vivía en casa de mis padres, las crudas se me quitaban dándome una ducha con agua fría y los tacos en El Naranjito costaban un peso con cincuenta centavos.

A la Dos Naciones volví ya con asiduidad cinco años después. En la parte de arriba, entre las tinieblas, estrobos enfermitos y una banda que tocaba música hasta las seis o siete de la mañana, fui feliz. Bailar una canción con las damas costaba diez pesos (subió a quince de una noche para la otra) y las ficheras eran maternales, vulgares y mañosas. No se prostituían. Se rentaban para bailar.

Después del funeral de mi tío Chico fui ahí aún con lágrimas en los ojos. Una de las oficiantes se burlaba de mí señalándome el llanto con su dedo mal pintado. No sé si Mario Flores se acuerde de que esa noche fue a rescatarme de ahí y me llevó a casa. Los seis meses que República de Bolívar estuvo en reparación, salir de la Dos Naciones era enfrentarse a montículos inmensos de tierra y calles en ruinas. Era padrísimo. Uno abandonaba ebrio aquel agujero sólo para adentrarse a una entelequia. Una vez compartí taxi con una fichera y le rompí por accidente un santito de pasta que llevaba abrazado. Fue una situación complicada. Era San Miguel Arcángel.

Franqueada por la India y la Portales, par de primorosos cuchitriles, la Dos Naciones nunca fue una de mis primeras opciones. Durante años lo que hacíamos mi cuate Rafael Cruz y yo era beber barato en el Río de la Plata y, ya bastante chispados, movernos hacia Uruguay por un último lujito de vodka con quina. Seamos francos, la Dos Naciones era cara y enteramente turístico. Las mesas estaban llenas de gringos hosteleros que disfrutaban del ambiente kitsch que las ficheras añadían al sitio. En el piso de abajo se podía estar más a gusto fulminando a sorbitos una adulterada cerveza de barril entre fayuqueros y vendedores de lotería. A la Dos Naciones iban a beber los meseros de las otras cantinas cuando cerraban, los teporchos locales, los rateros. Luego un día pintaron a Cantinflas y compañía en los muros de esa planta baja y el lugar se llenó de turistas, pero ya no turistas de otros países sino turistas del centro. Mexicanos perdidos en México, les dice Bolaño. Un viernes fui solo para curarme una cruda antológica y estaban presentando un libro. ¡Vaya monstruosidad! Habrá quien recuerde con melancolía esos últimos años de la Dos Naciones pero yo prefiero recordarla decadente, peligrosa y con estrías, lleno su suelo con olor a jerga y brillitos de maquillaje chafa.

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El lunes que siguió a la noche en que le metieron una bala entre los dos ojos al delantero del América, Salvador Cabañas, todos los negocios cerraron a las 11 de la noche por orden policiaca. Fue en esa ocasión, con todas las ficheras de la Dos Naciones en la calle al mismo tiempo y buscando taxi, que pude dimensionar su poderío. Aquel antro era un auténtico templo de la belleza extraviada, del desordenado México que nos heredaron nuestros antepasados recientes, cadáver vivo del D. F. al cual uno entraba de noche y salía de día. Ahí andaban alegronas y con las tetas de fuera, felices y alborotando, todas esas mujeres desamparadamente sensuales. Afortunadamente la tecnología digital entró tarde a mi vida y no tengo foto de tal momento. Sólo quedan estás líneas que pergeño.

El centro histórico del Distrito Federal es un corazón vivo, palpita distribuyendo ebrios alegres y ebrios tristes de regreso a sus individuales infiernos. La Dos Naciones cerró sus puertas el domingo pasado. Se acabó. No más desvelado Two Nation Army. Le es imposible al dueño pagar las cuotas que el gobierno impone.

Quieren volver al centro histórico una maqueta o algo peor: un centro comercial. Lo están aseando para mejores mexicanos, para mejores ebrios. La Camarita en Donceles, clausurada. La Madrid es ahora una estúpida farmacia del Ahorro. Los Ríos permanecen cerrados. Las Pecosas, cerrada. El Allende Red, que no era cantina pero estaba muy a gusto, cerrado. Dicen que La Faena es la que sigue, que pondrán un pasaje bien chulo.

A grandes rasgos: están poniendo Starbucks en nuestros recuerdos más atesorados.

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Defeño, del Barrio Bravo de Tepito. Autor de los libros de cuentos "Niños tristes" (Premio Maria Luisa Puga 2010), "Perros sin nombre" (Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2012) y "¡Canta, herida!" (Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2015). Además de las novelas "Balas en los ojos", "El siglo de las mujeres" y "Hipsterboy".