Las tierras arrasadas

A partir de la infame guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón, uno de los pocos rubros en los que el gasto de gobierno ha crecido de manera sustancial es el destinado a la propaganda. Desde que se desató la incontenible violencia y a pesar de las contundentes pruebas que muestran el tamaño del horror que campa en nuestro territorio, el gobierno ha fincado sus esfuerzos por combatir la percepción de la realidad a la manera del Big Brother: a través de la manipulación de la verdad.

Uno de los temas que aglutinan en nuestra historia reciente la mayor cantidad de horrores soslayados es el de los migrantes. El desinterés por parte de las autoridades mexicanas al respecto realza el valor de obras periodísticas como Los migrantes que no importan, de Óscar Martínez, cinematográficas como La jaula de oro, de Diego Quemada-Díez, o literarias como La fila india, de Antonio Ortuño, que han blindado contra el olvido el horror de los migrantes.

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Hace unas semanas comenzó a circular en nuestro país una de las novelas más importantes que nuestro idioma haya presenciado en los últimos años: Las tierras arrasadas, de Emiliano Monge, un deslumbrante relato alegórico alrededor de lo que el autor ha denominado “el holocausto del siglo XXI”: el masivo deceso y asesinato de migrantes.

Epitafio y Estela lideran una banda de tráfico de migrantes que opera presumiblemente en la selva del sureste mexicano. La cadena de operadores incluye, entre otros, a un par de chicos encargados de conducir a través de la selva a los migrantes que han cruzado la frontera con Guatemala, un comando armado que lo mismo vende que secuestra que extorsiona que viola que descuartiza a los migrantes que les son entregados por este par de chicos, un cura que dirige uno de los hospicios desde donde se orquesta una traición que pretende dar un golpe de timón a los líderes de la banda, y unos trillizos que regentean un sitio al que apodan El Infierno, donde son incinerados y desaparecidos los restos de los migrantes asesinados.

Los personajes desfilan por las páginas de la novela operando bajo los designios de la banalidad del mal. Despojados de sus nombres y de los más elementales rasgos de la dignidad humana, transitan en una desgarradora procesión hacia el ineludible destino que su condición les confiere. En medio del espeluznante relato, la historia de amor entre Estela y Epitafio supone una vuelta de tuerca que despliega la capacidad del autor por trascender la mera denuncia y convertir la tragedia en un relato que termina por trazar una compleja, fascinante y terrible representación de la condición humana. Entre testimonios reales de migrantes, cantos de la Divina comedia y una prosa labrada sin tregua con la meticulosidad de un escultor y el oído de un poeta, el lector avanza a través de un territorio en el que Pandora ha sacado de la caja todos sus males, excepto el último de ellos: la esperanza.