El derecho a la felicidad

Estoy en un salón repleto de psicoterapeutas de América Latina que han discutido durante horas las diferentes estrategias para llevar a cabo intervenciones sociales e individuales que puedan mejorar la salud mental de las personas. ¿Cómo sería México si tuviéramos en el centro de nuestra exigencia la salud mental como eje para intervenir en los problemas sociales? Imagino un país mucho más fuerte, una sociedad menos indiferente y más proactiva. Millones de personas viven sometidas al estrés postraumático por haber sobrevivido violencias directas e indirectas, millones de jóvenes, niñas y niños se preguntan cuándo haremos algo las personas adultas para protegerles del caótico estado de las cosas. Cuándo nos atreveremos a aceptar que su miedo se parece mucho al nuestro, que las inseguridades creadas por la impunidad y la corrupción rampante afectan a la gran mayoría, que perder la fe en el futuro es la mejor forma de darse por vencido y someterse a las reglas de quienes destruyen el tejido social, la dignidad, la tranquilidad, y por tanto también desactivan poco a poco la posibilidad de disfrutar la vida, las calles, las playas, los parques. Parece que una sombra cae paulatinamente sobre aquello que los políticos y líderes empresariales corruptos tocan a su paso. Se compran parques en que jugamos en la infancia, se compran personas que “desaparecen”, se compran conciencias, periodistas, activistas, y quienes no se venden pagan caro su afrenta.

Cosificar a las personas (tratarlas como objetos) es la mejor manera de arrebatarles sus derechos y convencerles de que está bien perder el poder cívico, la fuerza moral para defender los derechos humanos, para defender a la comunidad y a todos sus habitantes.

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Activistas, periodistas, profesionistas de todas las áreas, obreras, campesinos, intelectuales… casi nadie se salva de amanecer con la sensación de que el país no tiene remedio y por tanto la sociedad no tiene salida. Tal vez sean unos cuantos quienes jamás han perdido la esperanza, pocos los que gozan sin tapujos el caos porque de él se nutren y enriquecen. La mayoría, sin embargo, busca en los rincones de su alma una razón para seguir ayudando a las y los otros, un motivo para seguir luchando por las causas nobles, para deconstruir este sistema político-económico que tanto daño nos hace, que tanto nos divide, empobrece y asusta.

Nadie debería subestimar el poder de un proceso terapéutico adecuado, porque el acompañamiento de expertas y expertos en salud mental nos ayuda a entender lo que sentimos y lo que pensamos, a procesar el dolor y encontrar un cauce de salida para la indignación que antes era rabia contenida. Nadie que haya vivido una tragedia dolorosa puede negar que lo primero que se pierde con el sufrimiento profundo es la capacidad de gozar. La fuerza, la resiliencia se nutren de alegría de los afectos y las ganas de vivir; de allí que los expertos midan los niveles de felicidad en las democracias. La infelicidad total fomenta cinismo, abulia y parálisis social. La alegría absoluta casi siempre fomenta lo mismo, pero la felicidad generada por la satisfacción de trabajar juntos, de proteger a las y los demás, de vivir en constante transformación nos hace sentir vivas, fuertes, da sentido a la vida. Por eso las intervenciones terapéuticas son vitales. Las redes de activistas necesitan redes de sanadores de la salud mental, allí está la clave para no perder al esperanza.