Los Reyes en Viaducto

Con mis manos de seis años abrí la persiana horizontal de mi departamento en la calle Marcos Carrillo, y apunté la vista hacia el exterior: el tráfico del Viaducto fluía espeso y perezoso, como siempre, pero esta vez ese no era el problema. El problema era que dentro del triple carril, entre auto y auto, habría un metro de distancia, un espacio por el que acaso podía pasar una bicicleta; con dificultades una moto.

¿Cómo sortearían semejante estrechez los camellos de los Reyes Magos -habituados a la infinitud del desierto- sin bajar el ritmo de distribución de juguetes, que debía seguir hacia el sur del continente?

En aquel enero de 1980 sólo rogué que los Reyes salieran a trabajar a una hora de tráfico prudente, aunque después especulé que en su trayecto desde Iztapalapa (recordemos que vienen de Oriente) optarían por la lateral del Viaducto. Pero todos sabemos que esa siempre se vuelve mala opción, sobre todo por los semáforos, que los Reyes debían respetar so pena no tanto de una multa (en la época de “El Negro” Durazo la Policía ya era muy ‘flexible’, y más porque los Reyes, además de mirra, cargaban oro para una eventual ‘gratificación’), sino por el riesgo de una colisión de sus dromedarios con un delfín (ojo, así se llamaban los camiones de pasajeros; si bien en el Viaducto hasta 1941 fluía agua porque era río, tristemente nunca hubo delfines).

De modo que a diferencia de Santa y sus renos, que por siglos han gozado de los trineos voladores, los rústicos Reyes Magos surcaban el DF por tierra. En síntesis: me maravillaba su enigmática capacidad de movilidad.

Por ser divorciados, mis padres residían en distintos sitios. Cuando en casa de mamá abría los ojos el 6 de enero, ahí estaban los regalos. Nunca caros ni de marcas prestigiosas (jamás me llegó el impactante robot 2XL que anunciaba Chabelo), pero eran muchos y coloridos, y eso me emocionaba.

Lo asombroso era que el fin de semana siguiente, al llegar a casa de mi padre en la colonia Tizapán, me esperaban otros regalos. Me conmovía, en primera, que los Reyes viajaran de una colonia céntrica a otra sureña para darle aún más al mismo niño cuando en el mundo había millones de otros niños en espera de sus regalos; y en segunda, el cuidado en su selección: a diferencia de lo que ocurría en casa de mi madre, en la de papá los regalos solían ser prácticos. Un buen pantalón, unos macizos calcetines de la Conasupo, una camisa con florido bordado chiapaneco,aunque reconozco (que no se me enojen los Reyes) que a veces se la rifaron: cuando en el árbol vi el Atari 2600 casi salto de emoción por la ventana.

Pero había otra razón para admirar a los Reyes. Mi madre me llevaba tres veces por semana, a veces cuatro, a las marchas del Partido Socialista Unificado de México para luchar contra el PRI y gritar consignas como “Cuba sí, yanquis no” o “Fidel-Fidel, qué tiene Fidel, que todos los yanquis no pueden con él”. Y ese polémico adoctrinamiento materno (por el cual yo me inicié en el arte marxista de pintar banderas mexicanas cambiando el escudo nacional por la hoz y el martillo) incluía que todos los seres humanos -blancos, negros, amarillos, morenos- valíamos igual. Y bueno, el Rey Baltasar era negro y por eso lo adorábamos, y también a Melchor y Gaspar por no discriminarlo.

Una vez me llegó el rumor de que los Reyes eran unos impostores que se hacían pasar por ellos. Pero como a lo largo de los años a mí me probaban su existencia trayendo regalos, jamás hablé con nadie de esos infundios. Hasta que en mi avanzada pubertad mi papá se plantó serio: “Hijo, ¿en serio todavía crees en los Reyes Magos?”, me dijo con cara de “no te hagas”. “¡Claro!”, contesté sin intención de discutir el punto. Desde entonces los Reyes me traen poco o nada, supongo que ofendidos porque en la familia alguien dudó de su existencia.

Por eso, ahora que vea a mis padres espero me entreguen lo que los Reyes me dejaron. Porque los Reyes existen. Que no se hagan.

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(Aníbal Santiago)