Que vuelva a ganar El Toro

Bajo un tenue foco amarillento, en el atardecer, entre montones de exámenes, lápices, carpetas y libros revueltos, papá podía teclear en su máquina de escribir Olivetti una líneas como éstas: “El enfoque epistemológico con el que aquí se examina la polémica sobre el estatuto de la pedagogía a fines del siglo XIX, mismo que Blanché denomina ‘epistemología regional’, forma parte de los enfoques alternativos que han aparecido en el campo de la reflexión filosófica de las ciencias”. Cualquiera imaginaría que Héctor, profesor universitario, elegiría algo de “música culta” para bucear en su hogareña faena intelectual. Por decir algo: la Sinfonía Nº 2 Op. 27 de Rachmaninoff.

Pero no. Yo volvía de la primaria, abría la puerta del departamento de Copilco y lo que escuchaba, atrás de los teclazos de sus dedos gruesos, era una radio café que emitía la voz afelpada de un hombre con acento extraño. Desde un lugar lejano, Los Angeles California, rociaba sus relatos con frases como “¡Las bases llenas, el rancho ardiendo!”, o “¡Cantado el 3er strike, se quedó con la carabina al hombro!”. Aquel narrador, Jaime Jarrín, la voz latina de los Dodgers, se había convertido en el sonido de nuestra casa en esas tardes de los años ‘80. Nada tendría de raro si papá hubiera sido un sinaloense o tabasqueño radicado en el DF. Pero él había nacido en Río Colorado, en la puerta de La Patagonia, a casi 8 mil kms de distancia del DF, donde el beisbol es algo tan familiar como a los mexicanos nos resulta el kendo.

La culpa, en realidad, no la tenía el cronista con pinceladas de poeta que en cada jonrón pedía a su audiencia: “¡despídala con un besooo!”. El culpable era Fernando Valenzuela. ¿Qué poder misterioso tenía aquel pitcher que lo mismo hechizaba a millones de mexicanos que a un inmigrante sudamericano? ¿Cuál era el encanto de El Toro?

Revisé el video del momento de su victoria en la Serie Mundial de 1981, cuando el manager Tom Lasorda, agradecido con el tímido chico de 20 años, corre a abrazarlo tras el out final. Quería develar al menos un secreto del sonorense que al lanzar siempre miraba al cielo, renovando su pacto secreto con el Nazareno para que su screwball hiciera abanicar a los bateadores como niños desesperados ante una piñata imposible. Como no lo conseguí, decidí escribirle a mi padre -hace una década regresó a la Argentina- y le pregunté por qué admiraba tanto a Valenzuela.

En un email respondió: “Era un auténtico norteño, humilde y sencillo, un muchacho paria que exclusivamente por sus condiciones brillaba en Grandes Ligas: no tenía un cuerpo espectacular, era de escaso atractivo físico y encima era mexicano. Eso mismo, que uno de los nuestros, con tan escasa escenografía y recursos, superara las limitaciones de origen en el mundo de la excelencia, me provocaba una enorme satisfacción. Frente al desprecio y humillación que sufrían los mexicanos en USA, su triunfo era algo así como la venganza. El Toro –como mis amigos, el trabajo, la comida o el paisaje- fue uno de los puentes que me mexicanizaron. Desde que él abandonó las Grandes Ligas dejé de interesarme por el juego”.

Si en el partido de hoy lunes reaccionan, en unos días los Dodgers podrían acudir a otra Serie Mundial luego de 25 años ausentes. No sé por qué me emociona tanto. Será porque imagino que si los Dodgers ganan, vuelve a ganar El Toro.

Que nadie discuta mi fantasía.

(ANIBAL SANTIAGO)