Realidad Novelada de una mujer secuestrada

— ¿Papá?

¿Qué pasó hija? —pregunta la voz alarmada…

Aún siente algo de dolor en la espalda y muñecas. Mientras ordena y paga un café, no puede evitar torcer el entrecejo. No quiere llamar la atención si de su cuerpo llegase a escapar algún leve quejido. No quiere llamar la atención para nada.

Cuando mira hacia el parque, los ojos se le llenan de lágrimas. Ya no levanta la mano cuando conoce la respuesta. Ya no desea pintarse los labios. Ya no quiere contestar al teléfono, ni conducir su auto, ni salir a cenar con amigos, ni pasar cerca de un cajero automático. Ya no. Ya no.

Por ahora sólo quiere recuperar un poco de paz. Por eso, todos los días se reta a dar un paso más. Hoy va bien todo. Ya ha estado bebiendo café y comiendo un trozo de panqué sin estallar en pánico. Ella es una mujer que fue secuestrada. Como otras tantas, permaneció en una pequeña celda de herrería por semanas, sin poder hacer otra cosa que llorar y permanecer siempre acostada boca arriba, mirando ese techo que ahora no logra olvidar ni cuando duerme. Le cortaron el dedo meñique. No podía ver la luz del sol ni saber en que hora vivía. Escuchó un maldito disco grupero las 24 horas del día, acompañado a veces de carcajadas vulgares, o de eructos, o de los gemidos del coito animal y degradado de sus captores.

Ahora, ella y sus padres y hermanos tienen que mudarse de casa. La otra la han perdido por no poder hacer frente a la hipoteca. Ya vendieron su camioneta, el carro nuevo de mamá y hasta han cancelado el celular del abuelo. Se siente miserable. No le gusta saberse culpable del cambio de estilo de vida de su familia completa. Por ratos, preferiría estar muerta.

¡Que maldita impotencia! ¿Por qué no, estos infelices del gobierno tienen la decencia de gastar menos en ropa?, ¿en comidas?, ¿en viajes?, ¿en seguros médicos y guaruras? ¿Por qué no gastan más en la policía? ¿En capacitarlos?, se pregunta. Quiere volver a sentirse segura. ¿Por qué encubren los políticos esa cobardía de no hacer nada bajo discursos de falsos avances y cambios? ¿Y la justicia? ¿Por qué tengo que soportar por el resto de mi vida el miedo de que mañana vengan y me vuelvan a hacer algo?… ¿Quién es ese hombre?, se pregunta mientras un taxista estaciona su coche fuera del local. ¿Por qué tiene un celular? ¿A quién le llama? Siente la sangre llegarle a la cabeza. Escucha ya sólo el latido de su propio corazón acelerado. Vive una nausea intensa. Recuerda el fétido olor a orines de la jaula junto con la sensación de un dedo que ya no existe… Ella no lo sabe, pero aquel taxista ha decidido orillar el coche para llamar a su hijo y preguntarle cómo le fue en el examen de hoy. No lo sabe ni lo imagina porque vive atemorizada gracias a que su gobierno no ha cumplido desde hace muchos años con una de sus funciones primigenias: cuidar y proteger al individuo. Justo el INEGI acaba de anunciar que en el 2012, registraron 100 mil secuestros iguales al de ella. Sí, poco a poco, la gente ya no quiere ser el centro de atención de nada. Ya nadie quiere conducir el auto por las noches, ni salir a cenar, ni entrar a un cajero automático. Ya no.

—¿Papá?

—¿Qué pasó hija? —pregunta la voz alarmada… —Te escucho muy intranquila, hija, ¿qué pasa?, ¿estás llorando?… ¡Hija, contéstame por favor!

—Estoy mal, papá —responde entre sollozos. —¿Puedes venir por mí?

—Claro hija, ¿dónde estás?

—En el café de la esquina —contesta avergonzada. —Estoy escondida en el baño. Perdóname papá, de verdad que ya no puedo más con este miedo.

(J. S. ZOLLIKER)