Ya va a empezar la Revolución

Era 1982, yo tenía 10 años y con los primos y amigos habíamos descubierto las “bazucas caseras”: cinco o seis latas de refresco a las que quitábamos ambas tapas y las uníamos una sobre otra con cinta de aislar, hasta formar un tubo por el que podía rodar una pelota de tenis. A la lata inferior sólo la agujerábamos del lado por donde se bebe. Hacíamos un orificio en la parte de abajo y la llenábamos de alcohol. Metíamos en el tubo la pelota, y por el orificio un cerillo. Una explosión apagada, y la pelota salía disparada a toda velocidad.

Era 1982 y habíamos descubierto la crisis económica. El dólar duplicaba su precio cada semana y a cada minuto éramos más pobres. Conocimos el término “deuda externa” y que estaríamos pagándola interminablemente porque el gobierno se había endeudado de forma irresponsable. Los adultos platicaban los posibles escenarios si el gobierno dejaba de pagar (decían “debo no niego, pago no tengo”). Más de un articulista famoso predijo un país hundido en la miseria y la guerra civil en cosa de semanas.

Revolución era una palabra que habíamos aprendido de la escuela: cuando el pueblo se levanta contra el gobierno corrupto. Sabíamos que había llegado nuestra hora.

Preparemos las bazucas. Ya va a empezar la revolución –dijo Guille, que tenía once o doce años.

No teníamos alternativa: toda esa mañana estuvimos haciendo bazucas y viendo la manera de sujetarlas a las bicicletas. En la revolución todas las armas contarían. Hicimos inventario de cuchillos de cocina y alguno fue por su rifle de diábolos. Derrocaríamos al gobierno con todo el pueblo unido, o daríamos nuestra vida en ello.

Salimos a la calle con nuestro armamento: la plácida tarde veraniega de ciudad Satélite. No había la agitación popular que imaginábamos. Un vecino lavaba su automóvil, una señora regresaba con las bolsas del superama. No entendíamos por qué la gente no se levantaba en armas: ¡nos estaba robando el gobierno! ¡íbamos a morir de hambre!

¿Va a haber revolución? –pregunté a mi papá.

–Si esto sigue así, yo creo que habrá –dijo.

En las siguientes tres décadas el país se fue hundiendo lentamente en la miseria y la guerra civil. Hubo terremotos, inundaciones, deslaves y explosiones de gas que la corrupción agravó; hubo levantamientos guerrilleros, y más devaluaciones, rescates bancarios, epidemias, miseria, delincuencia, y una guerra civil entre organizaciones criminales, la policía y el ejército. Aunque dejó de gobernar el PRI por dos sexenios, la clase gobernante en realidad no cambió, no cayó; sólo perfeccionó su cinismo.

De las bazucas nos olvidamos cuando volvimos a clases al final de ese mismo verano, entramos a la adolescencia, a la vida adulta, y nos incorporamos al plácido sueño de la seudo-prosperidad individual que aspira a ejercer el cinismo. ¿Revolución? Ni la menciones.

(FELIPE SOTO VITERBO)