SANTA FE Y YO: UNA RELACIÓN AMOR-ODIO

La única invasión que sufrió la Ibero fue por mi culpa. De estudiante me gustaba asomarme al pueblo de Santa Fe para invitar a la gente a exponer sus problemas en los micrófonos de Radio Ibero. En una de mis expediciones encontré un campamento hecho a base de retazos –cartones de leche, plásticos, resortes oxidados– que albergaba a familias recién desalojadas de sus viviendas con niños tiritando de frío. Les expliqué que a unos metros estaba una de las universidades privadas más importantes del país, les hice un mapa para que supieran cómo entrar y llegar a la cabina. Al día siguiente me topé con los jardines universitarios invadidos por carpas y a mis invitados emplazando al rector para que los recibiera. Yo, asustada, me escondí en la biblioteca de la capilla; quería ser Houdini.

Esos años me enteré de que toda la zona nueva donde se levantaban la escuela los edificios y el centro comercial vecinos, había sido construida entre barrancas, sobre minas de arena sobreexplotadas y basureros. Y cada temporada de lluvia, las corrientes de aire empujaban un olor fétido como recordatorio de dónde estábamos.

El vecino pueblo de Santa Fe, de época colonial, era un arremolinadero de gente dentro de un paisaje de casas de tabique y fiestas de barrio antiguo. Era enigmático, vibrante y peligroso (ahí asesinaron a Pepe, mi amigo y compañero de curso, tras un asalto). Las misioneras de la Madre Teresa tenían una casa donde cuidaban bebés con deformaciones recogidos en los basurales.

Ir a Santa Fe era (y sigue siendo) una expedición. Para llegar al que comenzaba a proyectarse como el desarrollo comercial y financiero de la ciudad había que pasar por un embudo de barrancas con trafical desquiciante. Un viaje calculado en 45 minutos podría durar tres horas.

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Así surgió mi relación amor-odio hacia Santa Fe; el trauma me alejó por años de la zona. Tenía que mentalizarme para emprender un viaje a esa otra ciudad. Porque parecía otra: una franja imaginaria dividía la miseria de la opulencia, el pasado colonial del futurismo. Y la línea divisoria siempre se iba recorriendo.

Desde fines de los años 90 se extinguían los pueblos de pepenadores y surgían luminosos rascacielos hasta convertirse en una ciudad del futuro donde no hay casas de tamaño natural sino edificios inteligentes; tampoco peatones, sólo autos y negocios de lujo.

Para mí se convirtió también en la visión más exacta de la desigualdad social donde años después encontré familias empujadas hacia los filos del abismo (si resbalaban caían a la autopista a Toluca), cuya ilusión era pasear por los pasillos del mall, mirar el lujo en los escaparates y pescar comida regalada durante alguna promoción; o vecinos sin dientes que festejaban el hospital que les construían a un lado (ése que se alzó sobre sus casas y –obvio- no era para atenderlos a ellos).

Hoy veo la imagen de un rascacielos que pende como equilibrista sobre un cerro que parece cortado a rebanadas. Sobre el islote frágil como polvorón, una casa pende sobre el vacío, enseguida de tres edificios de 15 pisos y una mega-antena que pesa toneladas. En las noticias se busca al culpable del desgajamiento que se vislumbra como tragedia: que si fue la humedad, la corrupción delegacional, la antena sin permiso, las codiciosas inmobiliarias, la mala de planeación urbana, Salinas de Gortari o la falta de sentido común. Y esa crónica del futuro ocurre en Santa Fe, la ciudad-lujo construida sobre basura, minas y barrancas rellenadas.