Señor de los Cucharones

Mi timbre suena desde hace cinco años -cuando me mudé a la colonia Del Valle- a cualquier hora. No me visita un amigo para compartir mi debilidad por la cerveza de trigo, ni una novia para unos arrumacos en el 2 X 1 del cine, ni un cristiano para recitarme el Evangelio de San Juan, ni el cortinas-cortineros.

Toca mi timbre El Señor de los Cucharones.

Érase una vez yo, estrenando hogar en 2010. El timbre sonó una mañana de holganza, esas en que las fibras musculares dormitan y las neuronas vegetan; digamos un sábado a las 11 am. “¿Quién?”, pregunté por el interfón. “El que limpia la coladera de la calle -me respondió-, por si gusta darme para mi refresco”. “No, gracias”, respondí y colgué.

Otro día el timbre volvió a sonar. “¿Quién?”. “El que limpia la coladera de la calle, por si gusta darme para mi refresco”. “Ahorita no”, repetí. A la tercera su guión varió: “¿Quién?”. “El de la coladera, ¿hoy tampoco me da para mi refresco?”. Aunque el “tampoco” entró a mi torrente sanguíneo como gota de veneno, le pregunté: “¿Usted es de la delegación?”. “No, independiente”, me dijo y le expliqué: “La delegación limpia las coladeras”. “Para nada –me refutó-. ¿Me va a dar para mi refresco?”.

Un diálogo similar se repitió, calculo, cinco veces más en estos años. Un día, el sujeto insinuó mi avaricia con un “¿sabe qué?, su vecina ya da”. Cansado, una tarde mentí alevoso: “Gracias, ayer yo limpié la coladera”. “¿Cómo le hizo?”, me retó y solté con agilidad: “con un gancho de ropa”. “Puro invento –me desdijo-, para las coladeras de calle se necesitan cucharones especiales”. Colgué y espié por la ventana: un señor macizo y vigoroso como minotauro se apartaba de mi edificio y cruzaba la calle para tocar los timbres de enfrente. No llevaba cucharones ni otro símil de desazolve en sus manos. Y desde la altura advertí que la única coladera que existe bajo el edificio estaba de lo más apacible, con sus bocas bostezando sin señal de cucharones.

Hace poco el timbre sonó: “¿Quién?”. “El que limpia la coladera de la calle, por si gusta darme para el refresco”. “Ayer la limpié con unos cucharones”, lo sorprendí. Se hizo un silencio largo que no pude interpretar, y que se rompió con una duda técnica: “¿Qué tipo de cucharones?”, me interrogó. “Pues los cucharones para coladeras”, respondí con sapiencia.

Percibí por el interfón un ja-ja-ja golpeado -como azotes de un látigo-, no sé si de estupefacción o camaradería. “Usted ya se pasó”, fue su despedida. Temo que era risa de venganza.

Vecino, si esta columna no aparece nunca más, yo le sugiero: tómese en serio al Señor de los Cucharones. Y créale: la delegación jamás limpia las coladeras.