Siembra de odio, por @apsantiago

La anécdota me desconcertó: la corresponsal Anne Marie Mergier relata en el último número de la revista Proceso el día que llevó a Julio Scherer a conocer al más exquisito París: de la Torre Eiffel al Arco del Triunfo, de la Plaza de la Concordia al Palacio Borbón, y de ahí a la Plaza Vendôme. El periodista miraba silencioso. “Se notaba casi malhumorado –cuenta ella-. De repente, se detuvo y me dijo: Lo siento, señora, pero no me gusta París. Es demasiado prepotente, demasiado seguro de su belleza. A París le fascina ser admirado y eso me molesta”.

 Cuando leí la palabra “prepotente” recordé mi viaje a París en junio pasado. Bajo la Torre Eiffel y en muchos puntos turísticos de esa ciudad, miles (pero miles) de negros de la ex África Occidental Francesa (Guinea, Malí, Burkina Faso, Benín, Níger, Costa de Marfil, Mauritania y Senegal) se mueven en grupo para vender cinco llaveritos con la forma de esa célebre torre por sólo un euro.

En esos días escribí en este diario: “Al turista, casi siempre, le cuesta pasar del placer de contemplar las columnas clásicas con exquisitos frisos de mármol, del ‘Oh, París’ con el corazón retumbando, a la mirada de un negro que sólo halla en la embriaguez placentera del visitante un modo de sobrevivir. Por eso, al ¡Cinq pour un euro! (cinco por un euro) el turista suele responder con un disimulado gesto de recelo, como si lo acechara la posibilidad de un atraco”.

Alertas, con la mirada como radar, los africanos huyen de los policías de las “Compagnies Républicaines de Sécurité” que los persiguen.

La “prepotencia” que refirió Scherer es en París desgarradora. Alza la cabeza y verás arquitectura que encandila tu alma; bájala y verás migrantes en la miseria. La injusticia siembra odio.

La religión es factor, pero cuánto de la violencia criminal de los asesinos del equipo de Charlie Hebdo no la abonó la discriminación feroz y muchas veces gubernamental a esos “diferentes”.

Pienso en nosotros. Si ves un hombre en el piso de la Del Valle con un acordeón junto a sus hijos descalzos, es un indígena. Si ves a una señora vendiendo muñequitas de tela en Polanco, es una indígena. Si ves a una madre con un bebé en su rebozo ofreciendo chicles en Palmas, es una indígena. Si tres mocosos y una pareja comen en la banqueta tortillas con sal en San Ángel, es una familia indígena. ¿Qué pasaría si una mujer indígena intenta ingresar a un antro de Santa Fe donde gozan políticos y empresarios?¿Cuántos indígenas viven en Interlomas? ¿Cuántos indígenas comen en ‘brasseries’ de la Condesa?

El último virrey de la Nueva España cayó hace casi 200 años y la “prepotencia” continúa. El gran México de la miseria se expande bajo la mirada altiva de ese otro México perfumado que acapara -dirían los franceses- la belle vie.

No anhelemos paz eterna: seguimos sembrando odio.

  (ANÍBAL SANTIAGO)