Turismo tanatológico, por Guadalupe Nettel

Los filósofos de todos los tiempos y todas las latitudes nos aconsejan pensar constantemente en la muerte y, sin embargo, la tendencia natural consiste en fingir que no existe, que se trata de una leyenda o, en el peor de los casos, de algo que sólo le ocurre a los demás. Como sucede con todo lo que nos produce angustia, resulta desagradable pensar en ella y también visitar los cementerios.

 De 1999 a 2001, mientras estudiaba el doctorado en la ciudad de París, habité un pequeño departamento situado frente al cementerio Père-Lachaise en el que están enterradas unas 80 mil personas. Entre éstas se cuenta una gran cantidad de escritores, compositores, cantantes y filósofos de muy diversas épocas. El Père-Lachaise se convirtió muy pronto en mi paseo predilecto y con los años llegó a inspirarme una novela que titulé Después del invierno. Ya que no tenía ningún miembro de mi familia enterrado ahí ni en toda la ciudad, empecé a visitar a mis escritores muertos. Me unía a algunos de ellos un verdadero lazo afectivo, el que suele existir con aquellas personas que han aportado algo valioso a nuestra vida y a nuestra manera de ver el mundo. Me gustaba mucho la tumba de Oscar Wilde. Había leído su obra en diversas ocasiones a lo largo de mi vida, y De profundis constituía en ese entonces uno de mis libros de cabecera. También acudí con frecuencia a la urna de Perec. Descubrí también que algunos personajes se vuelven más famosos como muertos que en el transcurso de su vida. Pienso en particular en un soldado en cuya tumba yace una estatua verde de bronce añejo. Se dice que tiene el poder de ‘curar’ a las mujeres infértiles que se froten contra su pene. El soldado recibía tantas visitas que la parte de la estatua cercana de su bragueta estaba siempre brillante y había recobrado su color original.

Fue el afecto por mis escritores favoritos el que me llevó a abandonar el territorio del Père-Lachaise y a cruzar el Sena hasta Montparnasse, donde están enterrados Cortázar, Sartre, Cioran, Vallejo, entre otros. El cementerio de Montparnasse, sobre todo si se compara con el Père-Lachaise, es mucho más moderno y ordenado. Si en el primero hay tumbas que podrían parecer hechas de hueso derruido o de harapos, en el segundo las sepulturas son limpias y nuevas. Con esto no quiero decir que este cementerio carezca de personalidad. Todo lo contrario, tiene mucha, pero es una personalidad acorde al siglo XX y no a un amalgama de épocas como el que había frente a mi departamento.

Es sabido que la vida de estudiante permite actividades tan bucólicas y ociosas como la de visitar muertos que no nos duelen. Una vez terminados mis estudios y, sobre todo mi beca, dejé de dedicar tanto tiempo a los paseos tanatológicos como los llamaba un amigo mío. Sin embargo, cuando viajo a una ciudad desconocida procuro conocer también el lugar donde descansan sus muertos. Los cementerios dicen mucho acerca de un pueblo y su cultura que, aun si lo olvidamos con frecuencia, no sólo está conformada por quienes habitan en la superficie.

(GUADALUPE NETTEL)