Veracruz: La última trinchera en la lucha contra el silencio

Era 2011. Tenía ante mí una pila de cuerpos putrefactos envueltos en plásticos. En la morgue de Matamoros, Tamaulipas, reporteaba el hallazgo de las fosas de San Fernando, de las que exhumaron casi 200 cadáveres. Una mujer se acercó a reclamarme furiosa: “Periodistas, ¿ya para qué vienen?, si estuvimos diciendo por meses que en esa carretera desaparecía gente. Parecía que hablábamos desde abajo del mar”.

El gobierno había permitido que Los Zetas controlaran las carreteras y asesinaran pasajeros de autobuses y automovilistas. La prensa no pudo reportarlo. Lo tenía prohibido.

Cuando me preguntan por qué mi obsesión de denunciar los ataques a la prensa veracruzana me viene a la mente esa mujer y un pensamiento: hace más de una década, cuando la prensa de Tamaulipas era silenciada, nos quedamos callados, no hicimos escándalo, permitimos que en ese estado se instalara la muerte.

Desde el sexenio pasado varias regiones han sido sometidas al silencio. En Veracruz se desató una persecución contra comunicadores desde que gobernaba el ahora cónsul en Barcelona; con su sucesor se recrudeció la cacería. Es el estado más tóxico para los periodistas. Uno de los crímenes más notorios fue el de Regina Martínez, la corresponsal de Proceso, la más valiente periodista de investigación.

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Veracruz parecía tener el destino calcado al de Tamaulipas: comparten rutas de tráfico, riqueza de hidrocarburos, mafias gobernantes aliadas con violentos cárteles, un sistema de justicia podrido. Pero la muerte de Regina no fue estéril. Desde 2012, alumnos suyos, colegas y amigos indignados, junto con universitarios y activistas de los derechos humanos, no han dejado de salir a la calle a pedir justicia, por ella y por los demás.

Primero lo hacían temblando del susto (no es para menos: sólo en cuatro años 14 han sido asesinados, tres desaparecidos y decenas tuvieron que huir). Ahora salen con la frente en alto, a pesar de que les toman fotos en las calles, reciben llamadas amenazantes, los acosan en sus empleos, aparecen en listas de ‘ejecutables’. Cada vez que matan a otro periodista apenas se dan tiempo de enjuagarse las lágrimas y vuelven a salir. E inspiran a otros a hacer lo mismo.

Este año enterraron a uno de los suyos: Rubén Espinosa, con quien habían planeado crear un colectivo donde informarían -con recursos propios- lo que los medios callan. Lo nombraron: Voz Alterna.

Rubén fue asesinado en julio en el DF (se sospecha que la mano veracruzana lo alcanzó) y la respuesta de sus colegas fue fundarse como grupo y seguir informando. Con más fuerza. A pesar de las presiones que han obligado a algunos del colectivo a salir del estado para torear la muerte.

Ellos y ellas son los verdaderos héroes de la libertad de expresión. Integran la resistencia que impide que la mancha de silencio se extienda. Son quizás la última trinchera en la batalla por el derecho a informar. Su imagen conmueve, llena de orgullo, hace llorar de rabia y de admiración.

Esta semana los periodistas vascos anunciaron que el Premio José María Portell a la Libertad de Expresión será para Voz Alterna. El símbolo es potente. Sólo queda ponerse de pie y aplaudir.