“Yo soy culpable”, por @diegoeosorno

El viernes 5 de junio de 2009 Roberto Zavala Trujillo y su esposa Martha Dolores Lemas Campuzano dudaban sobre la conveniencia de practicarle la circuncisión a su hijo. En Sonora lo más común es circuncidar a los niños por motivos de higiene y prevención de enfermedades. Sin embargo, Roberto no estaba del todo convencido y había pedido permiso en su trabajo para salir un momento a acompañar a su esposa a una plática que les daría sobre el tema un médico del IMSS. Roberto había entrado a trabajar a las seis de la mañana. A las ocho se desprendió de la careta, el chaleco, los guantes y los lentes del equipo de seguridad que requiere para trabajar en el área de mantenimiento de PGG Industries, entre tanques gigantes de ácido sulfúrico y calderas que hierven y emanan vapor.

Cuando el sol todavía no calentaba en Hermosillo, a las nueve en punto, Roberto estacionó su coche Chevy afuera de la casa. Su esposa y su hijo recién se habían levantado. La idea era dejar en ese momento a Santiago en la ABC, una guardería cerca de la casa, en donde tenía más de un año de estar inscrito. Pero al llegar, Roberto tomó nota de que ya habían servido el desayuno. Decidió llevarse a Santiago a que comiera algo con él, mientras su esposa entraba a la cita programada con el médico. El doctor explicaba a Martha los pros y contras de la circuncisión del bebé mientras Roberto y Santiago bebían jugo de naranja y comían pingüinos y gansitos en el coche. Al terminar la charla, los tres regresaron a casa. Roberto tenía que volver a su empleo y Martha debía entrar al suyo en un Call Center, donde trabajaba haciendo llamadas. Cerca del mediodía salieron y pasaron a la Guardería ABC. Roberto bajó y entregó en la puerta principal a su hijo, se despidió de él, y luego volvió al coche para llevar a su esposa al trabajo.

Aunque su hora de salida era a las dos de la tarde, Roberto decidió quedarse más tiempo para estar en una de las juntas de reflexión que se hacían frecuentemente, con el fin de mejorar la productividad y el buen ambiente laboral. Poco antes de las tres de la tarde Roberto salió apresurado de la planta. Mientras caminaba a su coche distinguió en el cielo soleado de la ciudad una torre de humo. – Mira, fíjate allá. ¿Qué se estará quemando?- dijo a un compañero.

A bordo de su coche, Roberto tuvo un presentimiento extraño y cambió su rutina. La ropa con la que salía del trabajo solía estar impregnada de olores y sustancias químicas, por lo que primero iba a su casa, se duchaba y cambiaba y luego se iba por su hijo a la Guardería ABC. Esa tarde decidió ir directo a la estancia infantil. Conforme se acercaba en el Chevy a la guardería, iba dándose cuenta de que la torre de humo salía precisamente de ahí, una zona ubicada al poniente de la ciudad. Cuando estuvo a dos kilómetros de distancia, se topó con el sonido del tráfico detenido y las calles de acceso bloqueadas por patrullas con las torretas encendidas. Desconcertado, decidió brincarse el camellón e irse en sentido contrario por una avenida que también daba a la guardería. Al llegar estacionó el Chevy cerca de una llantera vecina. Lo primero que vio fue que el humo salía de un almacén del gobierno de Sonora que compartía paredes con la guardería. Eso lo alivió. Supuso que el incendio estaba ocurriendo ahí, y que los niños estarían resguardados en alguna casa vecina.

Pero al dar vuelta para llegar a la entrada principal de la guardería se topó con una escena de caos. Una vieja camioneta pick-up estaba ensartada en la pared, con su conductor desmayado sobre el volante, rodeado por una nube de humo que salía del hoyo que el vehículo había logrado hacer en la construcción, para improvisar una salida de emergencia que nunca tuvo funcionando la estancia infantil. Roberto corrió hacia el caos y agarró de los hombros a una de las maestras que estaba gritando cosas poco entendibles con la vista al cielo.

– ¿Dónde está Santiago, Santiago Zavala?- la increpó.

– Allí están unos niños, en aquella casa- respondió señalando una vivienda a 100 metros de distancia en la cual había cerca de 20 niños tirados en el suelo, llorando desesperadamente mientras eran consolados por educadoras y desconocidos. Roberto corrió hacia allá, miró con detenimiento pero no encontró a su hijo entre el grupo de pequeños rescatados.

– ¿Y dónde está Santiago?- preguntó a la siguiente maestra con la que se topó.

– No sé, no sé qué pasó.

Sin pensarlo más, Roberto

entró a la guardería en la que aún había áreas incendiándose. Caminó entre el humo buscando la sala en la cual había dejado horas antes a su hijo, pero no alcanzaba a ver nada. Tras cinco minutos de desvarío salió. Se topó con la maestra que había visto al llegar. Ella estaba cada vez más desesperada.

– Oye, tranquila ¿en qué sala está Santiago Zavala?

– En el B-1

– ¿Dónde está el B-1?

– Allá junto al baño al fondo.

Roberto ingresó de nueva cuenta y se metió a lo que hasta esa mañana había sido la sala B-1. El humo se hacía más denso conforme se acercaba al sitio indicado. Cuando llegó a la sala, Roberto tuvo que empezar a caminar de cuclillas, tocando con las manos el suelo con la esperanza de toparse con su hijo en medio del ambiente sofocante. Al poco tiempo el humo lo asfixió. Salió de la guardería, se quitó la camisa que llevaba y la mojó con agua de un garrafón que un vecino había llevado para las labores de auxilio. Se amarró la camisa humedecida a la boca y entró de nuevo. Para entonces, ya había más personas que también estaban buscando niños en la penumbra. El grupo de rescatistas, conformado lo mismo por bomberos que por cholos del barrio, se topó con un plafón, mochilas y colchonetas, pero no encontró a ningún niño. En otro de los cuartos de la guardería, una silueta con voz avisó que estaban sacando a los niños que faltaban de la última sala.

Al salir, Roberto vio con desesperación a un par policías estatales en posición de guardia, con ametralladoras en mano.

– ¿Qué pasó aquí?- les cuestionó.

– No sé.

– Entonces ¿por qué traes enseñando esa arma?

– No, no sé qué pasó.

Sobre la banqueta de enfrente de la guardería había varios niños tendidos. Un grupo de socorristas con los cuerpos sudorosos trataban de revivirlos con respiración de boca a boca. Roberto se acercó con esperanza y temor para ver si entre ellos estaba Santiago. Ninguno era su hijo, quien ese día cumplía dos años, un mes y diez días de nacido. Un policía le puso la mano en el hombro y le dijo que fuera al Cima, un hospital privado de las cercanías a donde habían sido llevados la mayoría de los niños lesionados. Roberto se subió de nuevo a su Chevy y comenzaron los pitidos, los acelerones, las mentadas de madre de ventana a ventana vehicular y los atajos por colonias perdidas. Pasó antes por su esposa, pero ella no estaba en su trabajo. Martha se había enterado de lo sucedido y había ido a buscar por su cuenta a Santiago.

Roberto fue uno de los primeros padres en llegar al área de urgencias del hospital Cima. El recepcionista aún no se daba cuenta de la gran tragedia que estaba ocurriendo en la ciudad y actuaba con el desdén que suelen actuar los fastidiados empleados de hospital.

– ¡Eh-, eh, reacciona! Estoy buscando un niño, a Santiago de Jesús Zavala, de la Guardería ABC- gritó Roberto.

– Ah, sí mire, pásele por allá.

Otro empleado de la clínica le confirmó que las salas de terapia intensiva estaban atiborradas de niños de la guardería con quemaduras por fuego e intoxicaciones en su cuerpo. Por el momento no podía dar más detalles. Al poco tiempo llegó Martha y otros padres.

El director del hospital se acercó a ellos y les dijo en tono pausado que habían fallecido algunos pequeños y que otros se encontraban muy graves.

(DIEGO ENRIQUE OSORNO / @diegoeosorno)