“Agua bendita”, por @FlorMK

Subí y bajé los tres pisos de escalera que me separan del mundo exterior unas ocho veces. Cada viaje incluía una carga extra. Yo, pecadora, acarreaba mi tormento: botellas de agua. Por obvias razones, mi cargamento no podía superar los diez litros por viaje y, debido a la escasez generalizada en el barrio, en las tiendas sólo había garrafones de 20 litros o botellas de un litro.

Crucé sonrisas corteses con otros vecinos en la misma faena. Gasté fortunas que se fueron en un abrir y cerrar de ojos por los drenajes: pocas cosas tan dramáticas como echar dos o tres litros de agua purificada en el escusado. Logré salir airosa en la proeza de lavar los trastes. Me bañé en otra casa.

El agua en el DF es un problema que no tiene sentido: es decir, no tiene sentido que una ciudad fundada antiguamente sobre un lago no tenga hoy suficiente para ofrecerse a sí misma: casi un tercio proviene del Sistema Cutzamala, cuyo mantenimiento explica el vía crucis de los fines de semana largos para quienes dependemos de esa red. En los alrededores del Cutzamala, los pobladores del Estado de México hacen pozos y tuberías con mangueras de regar plantas para abastecerse: ellos tampoco tienen agua.

El suplicio de los cortes inicia con el quejumbroso sonido de las tuberías de casa en su agónico lanzamiento de la última gotita. Sigue con una procesión de pipas que no siempre llegan al destino deseado: por ejemplo, los edificios de quienes no la compran. Si hay un programa gubernamental que las provea, no nos hemos enterado. Las pipas también hacen parada frente a los restaurantes y bares de la zona y dejan ahí su contenido sin miramientos para los vecinos que observamos con voracidad hídrica.

Siempre hay algo nuevo que descubrir sobre el apasionante tema del desabasto: hace un par de días, un descuidado vecino dejó perdiendo agua en su departamento durante toda la noche. Consecuencia: los tinacos vacíos. Angustiada ante la perspectiva de un corte sorpresa del gobierno fui a pedir informes a la portera. Me enteré entonces de la causa del problema, pero también de que todos los días desde las dos de la tarde y hasta entrada la madrugada se corta el suministro en la colonia.

Vivir en una zona súper poblada de restaurantes no ayuda. Tampoco vivir en una ciudad igualmente súper poblada que ha perdido sus recursos hídricos enterrándolos para seguir creciendo, o extraviándolos en su largo recorrido por tuberías añejas y llenas de fisuras.

Pero también: mea culpa. Cada gotita que hemos cuidado hoy como si fuera la última caerá en el olvido. Retomaremos la inconsciencia ecológica que garantiza duchas largas y albercas privadas; las lavadoras volverán a su traqueteo habitual. Durante la noche oiremos la música del agua cayendo al tinaco y la bomba que se encargará de elevarla a lo más alto del edificio.

Eso sí, no tardará en llegar nuevamente el castigo: en este valle de lágrimas lo único que no hay es agua.

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Florencia Molfino es editora y reportera. Escribe sobre arte, arquitectura y sociedad. En la actualidad, prepara una estudio sobre cultura en México.

(FLORENCIA MOLFINO)