“El aro ausente”, por @APSantiago

Naranja, brillante, virgen, el balón Spalding impactaba al pavimento con ese tac-tac-tac que los enamorados del básquet sienten en su caja torácica como breves exaltaciones de alegría, como si cada rebote fuera el latido que les avisa que están vivos. Las blanquísimas manos de Eduardo Nájera se arquearon y tomaron la esfera. El jugador de los Charlotte Bobcats dio un salto, una parábola surcó una porción del aire del DF y llegó a destino con ese “chas” climático que sólo produce el hule al restregar victorioso los cordones de la red.

Los vecinos que rodeaban al basquetbolista mexicano de la NBA lo ovacionaron como si estuvieran en el Madison Square Garden y no en el parque de su colonia, sobre la calle Pilares. Y es que Nájera era su alquimista: con ese enceste simbólico las viejas canchas de básquetbol del barrio dejaban de ser un depósito de basura con piso resquebrado, tableros retorcidos y sin aros. Nájera, Wonder y el GDF entregaban con el plan Recuperación de Espacios Públicos dos canchitas con malla ciclónica, piso especial con líneas bien trazadas, tableros nuevos con aros y redes. Un primor.

Al amanecer siguiente caminé a las canchas: quería aspirar su olor a nuevo, estrenarlas con unos tiros y sentir el chasquido del balón contra la red. Alcé la vista: en varios tramos la malla estaba vencida, dos aros habían sido robados, las redes habían sido arrancadas y un tablero tenía escupitajos de tags en aerosol. Me sentí testigo de una violación. No tiré una sola vez.

Volví abatido a casa: ¿por qué los capitalinos nos autodestruimos? ¿Tanto odiamos nuestra ciudad que ante el menor chance la hacemos añicos? ¿Cuál es el placer de arruinar un lugar que te dará alegrías? Como no tenemos identidad, y por lo tanto no nos queremos, ¿optamos por flagelarnos entristeciéndonos la vida?

Me refugié en mi cuarto y llamé a María: al acabar un partido de los Centroamericanos de 1990, ella, de nueve años, bajó a la duela del Juan de la Barrera, se acercó a Toñito Reyes -jugador con gigantismo de 2.17 metros- y le dio un chocolatito Hershey’s: “Ábrelo”, le dijo. El deportista, cansado y sudoroso, le hizo caso y descubrió en la envoltura el dibujo de un jugador tirando a la canasta y abajo una línea: “Qué gigante tan bonito”. Toñito sonrió a la pequeña, la misma que 20 años después me oyó al teléfono: “Destruyeron las canchas. ¿Por qué?”, dije al vació y me contestó: “En México, la propiedad pública se entiende como ‘no es de nadie’ y tendría que ser, ‘es de todos’ ”.

Ayer, para escribir esto, fui a las canchas: bajo las mallas ciclónicas desvencijadas vi corcholatas, cascos de cerveza, bolsas, vidrios, colillas, un condón, popotes. Levanté la mirada: en uno de los tableros chorrea un ácido que dañó la pintura, hay un chicle pegado, un graffiti y los dos resortes desnudos que sostenían el aro robado en aquel 2010 y ausente todavía.

De pie en la cancha, me pregunté cuál sería el gesto de Nájera, con el balón en la mano, queriendo tirar hacia ese tablero inútil.

¡Anímate y opina!

*Aníbal Santiago en sus inicios fue reportero de Reforma y otros diarios, y después pasó a escribir en revistas como Chilango, Esquire o Emeequis, en la que hoy hace periodismo narrativo. Ha sido profesor universitario y conductor de televisión. Premio Nacional de Periodismo 2007.

(ANÍBAL SANTIAGO)