“Todos tenemos un gemelo”, por @felpas

Hace muchos años platicaba yo con un fanático del death metal (género que, según sus intérpretes y seguidores, es un tipo de música). Él venía de un pequeño poblado de la huasteca. “Lo que me gusta del DF es que aquí, no importa qué tan raro seas, siempre vas a encontrar a alguien que esté en tu mismo rollo.” En su relato, él era un inadaptado en su tierra y aquí encontró a toda una comunidad de sujetos con sus mismos gustos; entre ellos, un primo mío, inclusive.

De adolescente viví en uno de los suburbios más apartados de la ciudad. Se llama Las Alamedas; está en Atizapán y a dos cuadras de mi ex casa, la ciudad termina abruptamente para dar paso a un cerro pelón. Las casas de ese fraccionamiento setentero están hechas con las mismas cuatro o cinco variantes. Las constructoras de fraccionamientos definen así a la individualidad: cuatro o cinco variantes. Los adolescentes suelen creer que sólo la realidad que han vivido es la única posible. En casos extremos esa cortedad de miras lleva al terrorismo o al suicidio. Por supuesto, yo prefería suicidarme (y como puede intuirse, resulté un fracaso en ese intento).

La edad trae, además de sinsabores, la expansión de los horizontes. La ciudad que yo alcanzaba a mirar a lo lejos desde la punta del cerro pelón detrás de mi casa, contenía en verdad un universo impredecible: incontables modos de ver la vida, no cuatro o cinco variantes. La exposición a la vastedad trae, sin embargo, otros efectos, digamos paradójicos. Así como es posible encontrar infinidad de variantes, es posible encontrar, finalmente, comunidades de gente afín a uno (en mi caso, aún no pierdo la esperanza de encontrarlos) y también incrementa las posibilidades de toparte con tu doble.

Yo vi al mío hace unos meses, sentado en la mesa de enfrente de un restaurante en Santa Fe. Si usas anteojos de armazón, te dejas crecer la barba, te cortas el pelo de cierta manera y te vistes de modo genérico con camisas desfajadas, tenis y pantalones de mezclilla –como es mi caso, tal cual–, se vuelve más probable que te encuentres a tu copia al carbón. O, mejor dicho, a tu original, y tú eres la copia. Lo que resultaba sorprendente es que el sujeto tenía mi manera de enseñar los dientes, de agarrar los cubiertos. ¡Él tenía mis ademanes! O yo los suyos. Qué horror.

No pude. Pedí a las personas que me acompañaban (y que no dejaban de reírse de mí; de él) que me permitieran sentarme a espaldas del usurpador. Procuré no moverme ni hablar. No sé si logró verme. No sé si lo notó. En algún momento pagó la cuenta y se fue y pude respirar tranquilo. No he vuelto a verlo. No es agradable verse de fuera.

Quizá estés leyéndome, copia vil. Caricatura. Sábete que yo soy yo. El original. Y que en cualquier momento puedo rasurarme la barba y usar otros anteojos. A ver, trágate ésa.

 *Felipe Soto Viterbo nació en la Ciudad de México. Es autor de las novelas El demonio de la simetría, Verloso, artista de la mentira y Conspiración de las cosas. Es profesor de periodismo en la Ibero y de narrativa en el Claustro de Sor Juana.
(FELIPE SOTO VITERBO)