Cuauhtémoc Medina: Curador de arte

POR CHRISTIAN GÓMEZ

Cuauhtémoc Medina es una figura fundamental para entender el arte contemporáneo en México. Actualmente es curador en jefe del MUAC, pero también fue el primer curador asociado de las colecciones de arte latinoamericano de la Tate Gallery y dirigió al equipo curatorial de la bienal Manifesta 9. Aquí una entrevista sobre la intensa discusión sobre las relaciones entre arte y política.

Has hablado de tu preferencia por las artes politizadas, pero no en el marco del compromiso político sino de lo poético-político. ¿Cómo explicar esa relación?

Sí, pero no únicamente. Ahí puede ser interesante plantear que la práctica cultural, contra lo que piensan los dogmáticos, tiene que ver con tomar decisiones de diferenciación sobre aquello que ya está emergiendo; no postular demandas que parecen ideales y que son meramente autoritarias sobre la producción cultural. Eso lo he aprendido, no es algo que supiera, pero efectivamente uno de los elementos que me parece que estuvieron en juego en el periodo muy breve en que yo empecé a curar, a criticar, exhibir y relacionarme con un contexto que emergía a fines de los ochenta y principios de los noventa, antes de irme a estudiar un doctorado, fue en el que convergió un cambio de momento social que hoy podemos decir que se cerró ante el fracaso del proyecto de la izquierda electoral —significado por el crimen de Iguala y sus consecuencias— y la emergencia de una disidencia —que en ese momento no estaba tan claro que además iba a ser articulada globalmente— en contra de la institución del arte tradicional que había regresado en los 80.

¿En qué escenario se da esta discusión?

Entiendo que en los años entre 1994 y, digamos, 1999, cuando yo estuve fuera, hubo algunas posiciones, yo diría que muy claramente representadas por Vicente Razo y Mariana Botey, que estuvieron jalonadas por la pregunta de qué era efectivamente radical. Pero en el periodo que yo acompañé lo que ocurrió fue que hubo un redescubrimiento de la posibilidad de tener alguna clase de poética-política que, sin embargo, no se situaba en la pretensión ni en la demanda de tener alguna articulación con alguna clase de movilización más allá de la movilización general de una sociedad operando en torno a la violencia de la modernización neoliberal. Entonces esa práctica politizada ciertamente mantenía una distancia propiamente poética y asocial. Es muy significativo para mí que la producción de arte contemporáneo de principios de los 90 en México no hiciera un espectáculo de afiliarse al zapatismo y eso es algo que puede registrarse con mucha claridad. Los textos que yo malamente traté de armar en ese momento elaboraban sobre esa tensión y distancia, sobre esa intervención en un campo tratando de generar preguntas y condiciones que no estaban disponibles en los lenguajes y representaciones públicas, que interactuaban con la tensión de la sociedad y la crisis, pero que no estaban afiliadas.

Tengo la sensación de que hasta hace muy poco toda demanda de hacer una clase de práctica artística plenamente comprometida aparecía como una especie de abuso fácilmente descartable, porque no era posible encontrar un dato que no planteara que eso iba a ser un error catastrófico. Una de las cuestiones que a mí me parecen intrigantes es el que en tiempos recientes haya una cierta incapacidad para entender que la existencia de prácticas con diversos grados de politización no tiene que convertirse en una denuncia moralista del campo artístico poético.

¿Qué pasa con la actual idea de compromiso en el arte?

Además de que poéticamente sería infructuoso, es políticamente peligroso tratar de limitar la producción cultural, o guiarla, orientarla, ponerle cadenas. Ni siquiera como pudo haber sido en algún momento bajo la justificación de acompañar un movimiento social con algún viso de productividad. En términos estrictos yo no diría que mi posición sea en absoluto contraria a la importancia que tienen ciertas formas de arte-activismo, la concatenación entre movimientos sociales contemporáneos y críticas de la representación, la emergencia de formas de práctica artística que pueden tener compromisos específicos con formas de reivindicación y emancipación concretas (como el feminismo, el movimiento gay o la crítica de la colonialidad), a la par que entiendo que hay una cierta producción que tiene un interés intelectual y cultural más puro que está retrabajando problemas de historia, memoria y hasta de crítica humorística de la tradición política. Eso es lo que de alguna manera últimamente he tratado de plantear con la expectativa de que por lo menos ganáramos del desastre en que estamos, hablo de la izquierda, alguna clase de politeísmo. Es muy extraño regresar a un contexto donde lo peor de la tradición socialista, que era su catolicismo encubierto, aparezca sin ninguna clase de crítica y reflexión: la idea de que puede haber una sola ruta, que ésta puede ser dictaminada sobre la base de condenas morales; en la nula expectativa, que por lo menos es en el proyecto marxista de tener alguna noción acerca de la posibilidad instrumental del proceso de cambio, y solamente basada en una solidaridad histérica con el sufrimiento.

Hace poco mencionabas que el año pasado perdimos más que 43…

El año pasado perdimos muchísimo más que 43 y esto tiene varios niveles. Perdimos las expectativas de la posibilidad de alguna clase de cambio democrático. Por el momento es, desde el punto de vista del arco de preocupaciones históricas del tiempo en que yo he vivido, una pérdida muy considerable en donde el reproche que podemos hacerle a la izquierda electo-
ral mexicana que condujo a ese fracaso no puede ser borrado. Pero también hemos perdido, en una capa importante de nuestros colegas, una cierta distancia crítica. Sé que algunos ven con mucha esperanza que ocurra este momento de infatuación. Yo no estoy totalmente feliz con ella, pero también date cuenta de que soy alguien que tenía 29 años en 1994, que participó muy activamente en las protestas para impedir la masacre del movimiento zapatista, que estuve entre los millones que fuimos escépticos de la descripción de los zapatistas como maoístas peligrosos que lanzó en ese momento el mundo intelectual y el Estado mexicano, pero eso no significó, a diferencia de otros colegas que yo respeto mucho, una afiliación práctica ni emocional con el zapatismo. Efectivamente es un momento muy difícil, de enorme confusión histórica para la tradición en la que yo me siento inserto, pero creo que vivirla sin azotes podría ser por lo menos una especie de apuesta diferencial a otros momentos de crisis de la tradición.

Frente a las posibilidades del arte contemporáneo, llama la atención cómo crece una resistencia entre el público, pero también en cierto tipo de crítica que lo reduce a un fraude del mercado, como en el documental El espejo del arte, de Pablo Jato.

Hay varias cosas que están confluyendo ahí. Por un lado, esto se volvió lo suficientemente grande como para ser detectado por la gente más ignorante posible. Había una situación que estaba ocurriendo fuera del alcance de participantes del sector cultural que no hacen ningún esfuerzo por entender. Me imagino que el día que estos personajes se enteren de que existen los estudios de transgénero sí se van a escandalizar.

Ese día van a tener muy serios problemas con la vejiga. Es entendible, y lo digo no sin ocultar un deleite paternalista, que cuando la gente se entera de las cosas 20, 30, 40 o, en este caso, 120 años después, sin el tiempo para absorber los cambios, tenga convulsiones un poco extremas. Del otro lado, sí hay una cosa preocupante: cuando esto se mezcla con el problema de la culpa. Esto es muy serio, y aparte de serio muy antiguo. Parte del problema de haber sido entrenado en la universidad es que uno da por descontadas cosas que a veces hay que volver a comunicar: uno de los puntos clave de lo que llamamos teoría francesa es el haber notado que la expectativa de una sociedad transparente, sin intercambio, era una idea muy rudimentaria.

¿Cómo pensar entonces la relación con el mercado?

Las grandes preguntas de los años sesenta fueron el poner a crítica la idea de que era un objetivo importante acabar con el mercado. Estamos en el problema de que el proyecto neoliberal consistió en la prédica de un mercado libre que es una mentira, pero además se usó la dogmática del mercado libre para reducir violentamente los derechos sociales y aumentar la cuota de ganancia, y en lugar de que esto sea lo que se discuta —no hago una observación general, sé que hay un par de gentes que han leído eso, pero no parece que lo están aplicando—, lo que hay es un resucitamiento del horror cristiano por el mercado. Hay una historia larga, y el filósofo español Antonio Escohotado ha hecho recientemente una contribución muy importante en esa dirección estudiando este problema, en donde el proyecto de una sociedad sin mercado fue realmente el proyecto medieval. Fue el proyecto monástico: hay un ideal social en relación con la formación de comunidades, y esto es muy importante como problema, que es precisamente la formación de entidades donde no hay intercambios mercantiles. Esto parte de la doctrina cristiana acerca del dinero. Entonces es la lucha entre dos formaciones ideológicas de la falsa conciencia: el neoliberalismo que pretende que hay un mercado libre cuando lo que hay es más bien un uso de las facultades de represión estatal internacional para impedir el control social de la distribución de los recursos y para mejorar una cuota de ganancia lastimada, y, del otro lado, una prédica antimercantil purista que localiza en la existencia de mercados lo que podría localizar en cuestiones como el aumento de la diferenciación de distribución de clases, la construcción de poderes ideológicos que logran la votación de los pobres precisamente para incrementar su explotación y la formación de estructuras de orden financiero que impiden la resistencia de economías locales ante el vendaval de la arbitrariedad del capital. En lugar de ver la complejidad de la formación estatal financiera que nos oprime, que está transformando el mundo y es la fuerza social victoriosa del planeta, lo que está haciendo es montando una operación histérica radical contra una figura bastante menor que es el galerista. La pequeñez de esta operación seudocrítica me parece terriblemente vergonzosa; el problema es la violencia que produce toda operación crítica moralista.

En 2010 te pregunté sobre el estado de salud de la crítica de arte y la primera palabra que soltaste fue “moribunda”. ¿Cómo respondes hoy ante el interés renovado en publicaciones y actividades como el Coloquio Internacional de Crítica de Arte del INBA, la Escuela de Crítica de Arte del Proyecto Siqueiros, los seminarios en Campus expandido y en Alumnos 47?

Creo que efectivamente hay un momento de renacimiento de interés, esfuerzos institucionales localizados y una ambición de abordar el problema que ya no abarca a tres o cuatro idiotas. Y eso es muy interesante. Estando ahora del otro lado de la barrera me sucede todos los días que quiero estar del otro lado. Es un poco injusta mi posición porque todo el tiempo me la paso viendo los textos que recibo pensando “¿y cómo no dijeron esto?”. Pero bueno, sé que es un poco pretencioso decir que yo agradecería a los críticos que logren sacarme de este trabajo para poderme reintegrar a su especie. No me gusta, no comparto la confusión entre queja y crítica. No puedo entender a algunos colegas que no los calienta ni el sol. No puedo entender qué le puede hacer a uno hablar de arte si a éste no le interesa. Es algo que me resulta muy extraño; yo tengo mucha comprensión, respeto y simpatía por el masoquismo cuando ocurre en la recámara, pero hacerlo en público es algo que nunca he visto con satisfacción. Porque hay gente a la que de veras no le importa eso, no es capaz de relacionarse con una exposición o con un artefacto y que malgasta su vida y la de los demás, aparte de la tinta y del papel, en seguir escribiendo sobre algo de lo que no está escribiendo. Me resulta incomprensible, es un problema pasional. Pero tienes razón, hay algunos momentos de esperanza en el coma.