El café sibarita

En la esquina de Ayuntamiento y la Calle López se encuentra el Café El Cordobés, un localito de aire provinciano donde —desde 1937— se reúnen los contertulios del centro a paladear su capuchino mañanero. Aunque el dueño primerísimo era Chino Cantonés, este negocio se inspiró en la fama homónima de dos ciudades: la Córdoba española y la Córdoba veracruzana.

En su época dorada —me platica el barista— las celebridades de la XEW se daban cita en los balcones del segundo piso, flanqueados al norte por la galana estampa de la Torre Latinoamericana. Si bien ahora la escandalera de los comercios vecinos, la romería de músicos achispados y el rugido del metrobus han apagado el lustre romántico de antaño, aún se percibe el tueste de la tradición.

El cliente puede elegir entre tres estancias distintas: el salón taurino, la cafetería y —sin intención de menospreciarlo— el pequeño anexo que abre sus puertas hacia la Calle López. Durante décadas, este lugar operó exclusivamente como expendio; de unos años para acá, el propietario decidió ampliar el abanico de servicios y aumentar la oferta de bebidas. Sin ánimos de ahuyentar a los habituales del capuchino, el americano y el expreso, la carta concedió espacio a sabores y estridencias ad hoc a la chamaquiza millenial: chamoyadas, raspados tutti frutti y brebajes coloridos dignos de un Pokemón.

Si de hallar al campeón se trata, el “pilonillo” frapeado se lleva los laureles. Dicha bebida combina el edulcorante de la melcocha prieta (piloncillo), junto con el café y la crema batida. El resultado es una especie de poderosísimo chocomilk donde converge lo más granado de dos mundos: por un lado, el linaje y la tradición del café más selecto del país; y por el otro, la ilusión de novedad que traen consigo las bebidas congeladas ¡Un gancho contundente contra los desabridos frapuchinos de Starbucks!

 

(José Manuel Velasco )