Suburbio y ficción

Por Daniel Saldaña París.

Habitar la Ciudad de México es difícil desde tiempos inmemoriales. Armar mapas geográficos de rutina más allá de cinco colonias es tarea titánica y poco deseable si se atiende al deseo de vivir con calidad —sin el castigo del traslado—; quizá sólo vale la pena recorrer grandes distancias si se va a revivir un pasaje de la infancia o un momento clave de la adolescencia. Entre Villa Coapa, la Narvarte, Roma, Condesa, Cuauhtémoc y Juárez se mapea esta historia

1.
Me da un poco de pena reconocerlo, pero lo cierto es que hoy en día me parece casi inconcebible la idea de vivir más allá de las cinco colonias (Narvarte, Roma, Condesa, Cuauhté- moc y Juárez) que conforman mi rutina diaria, y cualquier incursión allende las fronteras de esa ciudad casi homogénea y ciertamente minúscula supone para mí un derroche de energía que no suelo recetarme más de una vez por quincena. Un viaje a Polanco por cuestiones laborales, una expedición al Centro en busca de cierto cachivache, un breve paseo al centro de Coyoacán representan, en mi mundo de acotadas desviaciones, la excepción que confirma la norma.

Por no hablar de alguna travesía aislada a Ciudad Satélite o un descenso a las entrañas de Villa Coapa, topónimos que timbran la cuerda de lo infame en el piano de mi espíritu. Pero este acomodaticio modus vivendi, ciclista y gentrificado es cosa de los últimos siete años, cuando mucho, y como en tantos casos responde, en buena parte, al impulso de negar o reprimir una época más aciaga de mi vida —si cabe—, signada por el paisaje desolado de Huixquilucan, el olor a llanta quemada de Texcoco, las calles empedradas de Santa María Ahuacatitlán o el gris característico de una Unidad Fovissste, regiones todas ellas en las que viví algún tiempo y entre las que destaca una, fundamental, que he omitido en el listado: la heroica Colonia Educación.

2.
La Colonia Educación podía parecer, al primer vistazo, un territorio sin personalidad alguna. La fría división en calles bautizadas como letras y avenidas numeradas (“calle K, manzana XI, entrando por Avenida 3”, rezaba mi dirección) le escamoteaba a la mía la identidad de esas colonias, más simpáticas, que crecen a través de calles nombradas como próceres oscuros.

Pero la Educación tenía sus propios hitos y supongo que los sigue teniendo, porque esas cosas se renuevan para que cada niño sospeche que su vida transcurre, si no en el centro, al menos en las inmediaciones de algún ombligo galáctico. Cuando se es niño, la educación es el más árido de los ideales, por ser el más concreto. Vivir en una colonia de ese nombre, por tanto, era como vivir en la Colonia Desayuno, en la Colonia Lávate Los Dientes, en la Colonia Honores a la Bandera: frases o palabras que aludían a una obligatoriedad si no molesta al menos sí cansadamente repetitiva.

Si se busca en internet algún recuento histórico sobre la Educación se encuentra uno, solamente, con anuncios de casas y más casas en venta y, resplandeciendo entre la monotonía de la oferta de inmuebles, la noticia del asesinato, a golpe seco, de un párroco en su casa.

La noticia es demasiado reciente como para que me haya tocado su ola expansiva cuando jugaba futbol en aquel rumbo, pero tiene sin duda el sello de las notas que cada tanto sacudían la normalidad suburbana para recordarnos (uso el plural de la infancia, de cuando el grupo o la manada es la unidad fundamental de lo vivido) que incluso en el ordencartesiano de esa colonia numérica y letrada había un lugar reservado a la gratuidad de lo jodido.

3.
Entre los personajes más o menos célebres que uno podía toparse a lo largo de la Avenida 3 estaba José Cruz, cantante y compositor del grupo de blues Real de Catorce que en sus conciertos se pintaba la cara de colores al modo apache y lucía un sombrero oscuro de hombre que sufre, pero que en la Educación gastaba unos tenis grises desvencijados y cargaba una Coca light de formato inmenso.

Durante una temporada escuché con fervor su música, acicateado por el orgullo de lo local, por sentir esa certeza de que alguien afincado en mi colonia podía subirse a una camioneta para ir a tocar a algún garito del Centro. Y es que la Colonia Educación siempre me pareció un lugar desvinculado del centro del DF, como si el espacio entre un código postal y otro fuera discontinuo e intransitable.

Nadie iba jamás al centro —o los centros eran otros, más bien—. Así como actualmente concibo los cines o las librerías como puntos nodales de mi entorno hacia los cuales convergen los paseos en busca de espacio público, durante esa primera pubertad (voy por la quinta) en la Colonia Educación, las casas abandonadas, los terrenos baldíos y cierta papelería —bajo cuyo pórtico se congregaba la muchachada a intercambiar estampitas— cumplían esa función de centros gravitatorios que convocaban y articulaban el ocio.

4.
Rasgo distintivo y definitorio de la colonia era (sigue siendo) la cercanía con la estación de autobuses foráneos de Taxqueña, la estación de Metro y Tren Ligero del mismo nombre y el tianguis que crece alrededor de ellas. Como un pueblo prostibulario que crece junto a algún puerto, la Educación miraba hacia Taxqueña, promesa de lejanías, y aprovechaba esa ventana al cosmos para surtirse en sus mercados de oferta exótica.

Lo que me gusta de la Educación, en cualquier caso, es que se trata de una colonia fundamentalmente “no-literaria”. A diferencia de la Roma, por ejemplo —en donde uno puede hacer el “tour Bolaño” y en una de cuyas calles, una vez, un turista despistado me preguntó por la casa en la que Burroughs mató a su esposa—, en la Educación y en tantas otras colonias residenciales, Así como concibo los cines o las librerías como puntos nodales de mi entorno hacia los cuales convergen los paseos en busca de espacio pú- blico, durante esa primera pubertad en la colonia Educación, las casas abandonadas, los baldíos y papelerías cumplían esa función” 20 aburridas y clasemedieras no puede rastrearse un pasado literario célebre, ni percibirse la pátina de prestigio cultural y riqueza histórica que recubre las casas de otras regiones.

Carentes de esa épica sancionada por los libros, las colonias “no-literarias” tienen que inventar sus propios ‘mitologemas’, levantados sobre el filo de la inercia y conocidos sólo por los iniciados. Y vaya que había, en la Educación, mitos y leyendas circunscriptos a ciertas manzanas.

Creada originalmente para dar vivienda a los miembros del sindicato petrolero (¡rechifla!), la colonia Educación cambió rápidamente para imitar los desarrollos suburbanos de Coapa y Satélite, y a la más aburguesada Campestre Churubusco, con la que colinda. Es interesante que no haya casi literatura de esa otra Ciudad de México, la del fracaso urbanístico, la del suburbio aspiracional.

Así como el suburbio gringo tuvo su John Cheever —el escritor que descifra y exhibe la soterrada locura de las casas con alberca—, el suburbio chilango ha sido abandonado por la narrativa en provecho de colonias con mayor reputación. Y sin embargo, el aire de encierro de las colonias residenciales tiene un potencial narrativo mucho más suculento que la muy cosmopolita Avenida Reforma.

5.
Salgo de Taxqueña y camino hacia Canal de Miramontes. Recuerdo que en el camellón de esa avenida alguna vez enterré una mascota, un hámster que probablemente fue desenterrado ese mismo día por algún perro callejero. Regresar a los parajes de la infancia tiene la desventaja de que la realidad desmiente el recuerdo mediante el reacomodo de la escala: todo parece mucho más pequeño. Así, el lento paseo de mi memoria hasta la calle K son en verdad dos minutos y cuatro pasos más para situarme frente a la casa de dos pisos en la que alguna vez viví.

En ese justo momento, un niño de unos diez años abre la puerta y, sorprendido por mi presencia, me pregunta si estoy buscando a alguien. Le digo que no, que yo antes vivía en esa casa y sólo estoy de visita para ver cómo han cambiado las cosas. “Es imposible”, me espeta muy seguro de sí mismo. “En esta casa antes vivía un niño que atropellaron y se murió, me contó el señor de la frutería”.

Sé perfectamente de lo que está hablando, pero hay una confusión: durante el último año que habité esa casa atropellaron fatalmente al hijo de la vecina de enfrente, quien se fue de la colonia casi al mismo tiempo que nosotros. Los años deben haber deslavado la anécdota, transfiriéndola de una banqueta a otra. Por un momento, entonces, me planteo corregir al niño y contarle, de primera mano, lo del atropellado de la casa de enfrente.

Pero la situación es demasiado atractiva como para no aprovecharla: “Yo soy ese niño”, le digo, “el que atropellaron”. Se queda atónito. Me mira sin moverse un centímetro con la boca semiabierta. Regreso caminando sobre mis pasos rumbo a la estación del Metro Taxqueña. Quién sabe, a lo mejor un día ese niño decide escribir ficción.