21 escalones

El azul de su fachada era más azul, los mosaicos de sus pisos más radiantes y sus cajeros ATM más aerodinámicos. Al subir los tres escalones que desde la calle conducían al Bancomer Insurgentes Félix Cuevas, aspiré ese aire sano, libre de impurezas, que sólo puede emitir una sucursal apenas remodelada.

En la fila de las cajas, delante de mí, había un joven de unos 30 años en silla de ruedas. Nunca había visto alguien en silla de ruedas dentro de un banco. Por eso, frente a ese individuo corpulento –cuyas manos llenas de papeles reposaban en sus delgadísimas piernas desvanecidas- mi memoria retrocedió a lo que días atrás había notado en mis vacaciones californianas en Los Angeles, Santa Cruz y San Francisco. En calles, edificios, transportes, oficinas públicas, plazas, los discapacitados iban y venían animosos. Varones y mujeres de todas edades y razas manejaban seguros sus sillas electrónicas con controlador PG programable con joystick, apoyabrazos acolchados, tracciones ajustables, asientos reclinables, cargadores para baterías U1 34 y hasta ventilador incorporado. En síntesis, unos Ferraris, a los que se sumaba el infinito beneficio de que las ciudades están diseñadas, por exigencia del Estado, con instalaciones para que las capacidades físicas de esas personas se acerquen a las de quienes sí pueden caminar.

El hombre en silla de ruedas recapturó mi atención cuando pasó a la Caja 5. Enseguida, como me atendieron en la 4, quedamos uno junto a otro.

-Buenas tardes -le dijo al cajero-, antes afuera de este banco había una rampa para discapacitados. Con la remodelación la quitaron.

Lo siento–, respondió el empleado recibiendo el dinero.

-La necesito porque vengo muy seguido. ¿Con quién hablo para que la vuelvan a construir?

-Con el gerente José Antonio Calderón. Está en la planta alta.

-¿Tienen elevador?

-No.

-¿Y cómo subo todo eso?-, dijo echando una miradita hacia atrás para señalar los 21 escalones, de 20 centímetros cada uno, que llevaban a donde estaba el gerente.

-Lo siento –repitió el empleado-: no lo sé.

-Supongamos que con mi silla de ruedas logro subir esas escaleras. ¿Usted, con mi peso, me ayuda a bajarlas?

-Mi función está en las cajas-, replicó el cajero. El cliente guardó silencio.

Terminé de hacer mi pago, salí y crucé Insurgentes. Pero sobre el camellón decidí volver para hablar un minuto con el joven de la silla. Mientras aguardaba a que el semáforo se pusiera en rojo, lo vi salir y colocar su vehículo en la orilla de los tres escalones que dividían la calle y el banco. Sus potentes brazos levantaron las llantitas delanteras, tensó el gesto, y con un triple salto acrobático y temerario, como quien controla un caballo desbocado, logró descender a la vía pública.

Después de cruzar me acerqué. “No tienes idea las que pasamos”, me comentó aquel hombre, César. Y en ese instante entendí por qué en el DF casi no vemos en la calle gente en silla de ruedas. Ocultos en sus casas, reciben el atroz mensaje de la ciudad: “No salgas. Si te atreves, te haré la vida imposible”.

El viernes pasé por el mismo banco y miré la entrada: la rampa está de regreso. “Hasta en el DF las cosas pueden mejorar”, pensé. Segundos más tarde, al cruzar Insurgentes, unas 20 personas debimos acercarnos al veloz flujo vehicular del Eje 7 porque los autos habían bloqueado el paso de cebra. Y entonces imaginé la maniobra salvaje que Cesar habría tenido que ejecutar con su silla si, como nosotros, hubiera querido, simplemente, cruzar esa calle.

(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)