Panamá y los dos mundos

Nos negábamos a cruzar el globo terráqueo. Ni a mi padre lo animaba la travesía desde el pueblo de City Bell hasta Buenos Aires para de ahí volar a México, y yo tampoco quería cruzar el Viaducto y desde el aeropuerto viajar con mi hija 12, 13, quizá 16 horas con 114 escalas hasta llegar a la casita junto al remoto huerto argentino donde él vive. Ni el mole de olla del Ajusco, ni ver al Atlante en vivo, ni volver a su amada Cineteca persuadían a papá para visitarme en México. Y yo tampoco me dejé tentar por el asado de tira, las tardes de mate frente a los tilos aromáticos o el grito de gol en la cancha del Lobo Platense, equipo que desde tiempos arcaicos a mi familia le derrite el alma.

-¿Entonces qué hacemos?-, me dijo vía Skype.

-Veámonos en un punto medio-, propuse.

-Estudia el mapa y escucho tu propuesta-, respondió mi padre.

Días más tarde atendió el teléfono. “Ya tengo la solución”, le avisé desde la colonia del Valle. “¿Cuál es?”. “Panamá”, respondí. Si acaso dijo “está bien”. Igual que a mí, le resultaba un exótico y misterioso destino; la ventaja más evidente era que cada quien haría un viaje corto. El Canal, Rubén Blades, el mar y el general Noriega eran nebulosas de nuestro flaco conocimiento sobre esa tierra vaporosa.

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Semanas más tarde, el 2 de agosto pasado, papá, hijo y nieta inaugurábamos nuestra exploración panameña en la capital de ese país. Salimos del hotel Wyndham, apenas al cruzar la puerta el sol del Caribe nos fundió el cráneo y caminamos calles que eran así: perros flacos olisqueando, ropa tendida en balcones, basura, changarros de fritangas atendidos por migrantes colombianos, hombres vagabundeando en camisetas sin manga, llorosas tiendas de souvenirs panameños con ADN chino, indios emberá ofreciendo artesanía sobre la acera.

“Tercer mundo”, pudimos pensar. Incautos.

Caminamos cuatro cuadras y tomamos Avenida Federico Boyd: ahí se encadenaban fantásticas mansiones de suntuosos jardines, corporativos robustos a los que ingresaban ejecutivos de traje Gucci en la frescura de su Mercedes Benz.

Avanzamos a pie hacia el borde del Pacífico y llegamos a la Cinta Costera. Adiós, vagabundos. Bienvenidas, rubias perturbadoras de otras latitudes haciendo jogging en sus outfit impecables, tipos de hombros pulposos ejercitándose en flamantes gimnasios al aire libre junto al mar, presuntuosos perros de raza que seguían a sus dueños jugueteando en parques de flores de ornamento y céspedes de talante inglés. Y si forzabas el cuello y levantabas la vista, el cielo, el cielo de los poderosos: modernos rascacielos de todos los colores y diseños, multiplicados por cientos. Balcones soberbios con vista al mar. Riqueza de magnificencia saudiárabe, como para que ataques orgásmicos mojen tu vida a cada momento: jacuzzis, salones de juntas, albercas, spas. Desde la superficie, como quien mira a Dios, podías ver cómo esos seres superiores que en sus terrazas tomaban sol nos veían, a su vez, como muñequitos miniatura. “Esos departamentos cuestan millones de dólares -nos dijo un taxista-. Si voltean a su derecha, sus dueños ven la horrible miseria de El Chorrillo. Si ven a su izquierda, el lujo del Distrito Financiero. Unidos pero separados, los dos mundos”. “¿De dónde sale tanto dinero?”, le preguntó mi papá. No recuerdo si recibió alguna respuesta.

La respuesta llegó el pasado 3 de abril: “Panama Papers”. La realidad de ellos devorando a la nuestra. Ya lo dijo el taxista: unidos pero separados, los dos mundos.

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