Drogas duras

Cuando era niño, lo recuerdo muy claramente, había dos cosas que representaban para mí de modo paradigmático la vida adulta: el divorcio y el alcohol. Pensaba que para ser adulto había que estar divorciado y/o beber cerveza. En cambio, nunca pensé que la adultez tuviera algo que ver con la posibilidad de votar o de manejar un coche, actividades ambas que, la verdad, siempre me parecieron un tanto bobas (quizás porque el estado de la democracia y del tráfico urbano en México me enseñó a desconfiar de ellas). En cualquier caso, desde antes de alcanzar la mayoría de edad me lancé con jovial ligereza a los brazos del alcohol, dejando para más adelante el asunto del divorcio.

Mi relación con el chupe desde entonces ha conocido etapas muy diversas, desde la saludable copa de vino al día que tanto prescriben los doctores hasta la preocupante situación de tener borradas 12 horas de mi vida activa y recuperar la conciencia en un lugar desconocido, con la culpa y el dolor de cabeza como únicos suvenires de una noche por lo demás obliterada. En este tira y afloja que llevo quince años practicando he visto caer a varios compañeros de ruta, que poco a poco se han ido pasando al AA —esa expresión vocálica de la sobriedad militante, esos Testigos de Jehová que elegirían la sed antes que un gin-tonic—. Siempre que escucho que Fulano o Mengano dejaron de escribir me alegro enormemente, pero cuando me entero de que dejaron de beber me da una especie de tristeza solemne, como la que deben sentir los patriotas cuando oyen de alguien que murió defendiendo la bandera.

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            Pero no quiero quitarle seriedad al asunto ni cantar las loas del vodka en el desayuno: el alcohol es una droga dura; con ese respeto procuro consumirla y, en fechas más recientes, consumirla menos, por el temor de acabar viviendo en un cajero automático o contándole mi vida a un grupo de anónimos —posibilidades igualmente preocupantes—.

Así como es común administrar una droga menor y más benigna como parte de un proceso de desintoxicación (pongamos, la metadona para dejar la heroína), he descubierto la conveniencia de fumar mariguana en mínimas cantidades como estrategia para beber menos, a sabiendas de que el alcohol destroza de un modo mucho más brusco mi capacidad de trabajo, entre otras cosas. Puesto a alejarme provisoriamente de la bebida, me pareció que la mariguana era un precio mínimo, una alteración mucho más leve de mi salud y mi funcionalidad diaria. Consumida en cantidades prudentes, la mota me regula la ansiedad que de otro modo tendría que sacudirme con tres vasos del asqueroso licor de sirope de arce que tengo en mi casa. La mariguana es una droga tan ligera que sus expracticantes no se reúnen en grupos de apoyo. (Mucho peor sería dejar el trago recurriendo a una droga aniquilante y ojete, como el catolicismo.)

Sirva esta breve columna personal, anecdótica, para poner mi granito de arena en la construcción de un nuevo imaginario alrededor de la mariguana, una droga si no del todo inofensiva al menos sí bastante más amable que las aguas locas.