Granjas de mujeres; por Guadalupe Nettel

La fábrica de dinero americana no tiene límites.  Hace poco, leí un artículo en The New York Times acerca de varias empresas estadounidenses que generan grandes ingresos revendiendo leche materna comprada a recién paridas. El artículo ponía como ejemplo el caso de la señora Amaya, quien ganó dos mil dólares vendiendo la leche que le sobraba después de alimentar a su hijo. Lo que no explicaba, y descubrí después, es que, por cada onza de leche pagada en un dólar a la productora, la empresa gana 180 dólares al revenderla, ya sea a particulares o a laboratorios farmatológicos que extraen de ella sustancias carísimas como la inmunoglobulina.

 Después de haber sido despreciada durante varias décadas, por conveniencia de compañías como Nestlé, la leche materna se ha convertido para algunos en un producto de lujo. Por su abundancia en proteínas, vitaminas y anticuerpos, constituye el alimento más completo para el desarrollo de un infante. Los estudios demuestran que un bebé prematuro crece mucho más rápido si recibe alimento de su madre en vez de fórmula. Sin embargo, no todas las mamás producen leche y no todos los bebés tienen cerca a su madre biológica.

El oficio de la nodriza debe ser incluso más antiguo que el de las prostitutas. Sin embargo, este no consistía únicamente en producir un líquido y venderlo, sino en amamantar a un bebé con todo lo que eso implica: un vínculo afectivo, la posibilidad para el niño de desarrollar capacidades motoras, pero también una producción personalizada, ya que las propiedades de la leche que produce una mujer están estrechamente vinculadas a las necesidades del lactante.

El surgimiento de empresas como Prolacta Bioscience ha suscitado diversas preguntas éticas. Algunos temen por la calidad de la leche. Durante la lactancia, una madre debe guardar una dieta estricta y respetar prohibiciones como la de fumar, beber alcohol o ingerir cualquier sustancia tóxica o irritante. ¿Cómo asegurarse de que las productoras respetan estas consignas? Otra de las dudas consiste en  saber si un producto imprescindible, como la sangre o el plasma, debe venderse en vez de ser donado. Extraer leche de sus propios senos implica una inversión de tiempo y un trabajo de ordeña y éste, lo dicen ellas mismas, debería ser remunerado. Lo que habría que preguntarse es si vale la pena tanto esfuerzo por esa paga y si las madres que aceptan este contrato no están cayendo en una suerte de esclavitud autoinfligida. Tampoco parece justo que una madre, pobre o rica, se vea obligada a pagar miles de dólares para nutrir a su bebé.

Todas estas cuestiones deberían quedar reglamentadas cuanto antes, tanto en Estados Unidos como en México. No quiero ser paranoica, pero imagino a estas empresas expandiéndose pronto por nuestro territorio y explotando a nuestras mujeres como hacen ya muchas maquiladoras.

(GUADALUPE NETTEL)