La moral renovada

Así como el insoportable “mover a México” de nuestro actual presidente, durante buena parte de mi infancia la cantaleta del PRI fue “la renovación moral”. Empezaba el sexenio de Miguel de la Madrid y ya en las calles se oía hablar del inmenso daño que la corrupción y la impunidad le causaban al país aunque, pensándolo bien, aún éramos unos neófitos comparados con el grado de virtuosismo que alcanzamos después en la materia.

Ahora, mientras contemplo la situación de México en 2015, me pregunto si en realidad ese lema gubernamental no significaba otra cosa. A fin de cuentas, ¿qué es la moral sino una serie de convenciones que en una sociedad determinada rigen aquello que está bien o mal visto hacer? Se habla por ejemplo de la “moral victoriana”, reglas púdicas como no enseñar las piernas ni besarse frente a otros, que hoy nos parecen obsoletas. También se habla de la “doble moral” para evocar la enorme diferencia que en ocasiones existe entre lo que uno dice y hace. ¿A qué se refería el PRI de los años ochenta con “renovar la moral”? Quizás a conseguir que el pueblo mexicano aceptara como normales los usos y costumbres de su clase política, y no lo que nosotros ingenuamente pensábamos. Tal vez, por increíble que nos parezca, la moral ya se renovó y se ejerce así desde hace mucho tiempo. En esta nueva moral caben cosas insólitas como que el Presidente y sus funcionarios vivan como magnates, que los policías sean también quienes vendan la droga y organicen los secuestros (como se muestra en la muy recomendable película Tierra de Carteles, que probablemente -por razones morales- se proyectó en muy pocos cines mexicanos). Lo cierto es que en nuestros códigos parece aceptable que aquellas instancias en las que supuestamente uno debería refugiarse, aquellas autoridades encargadas de ejercer la justicia como los gobernadores, los alcaldes o la Procuraduría General de Justica, sean también los principales agentes del crimen y la violencia. Si es así, ¿cómo asombrarse de que haya impunidad en nuestro país? A cualquiera que no conozca o no acepte esta moral renovada, le resultará difícil entender que los periodistas pidan protección a la sociedad civil o a las ONG contra el gobierno del estado en el que viven y que, después de ser asesinados, esos mismos gobernantes sigan en sus puestos como si nada. Lo mismo sucede con el caso de Ayotzinapa. En esta moral se acepta que los principales sospechosos sean los encargados de elucidar las circunstancias y los móviles de esa masacre. Quienes nos negamos a resignarnos a esa renovación de la moral mexicana debemos recurrir a otro tipo de autoridades como la CIDH u otras figuras neutras, como Nelson Vargas, Alejandro Martí o Javier Sicilia, para tener una visión más acorde a nuestros valores. Sin embargo, la sensación que produce vivir así es de un desfase constante, como si uno habitara una realidad paralela y pesadillesca, donde nunca es posible saber qué tumba o qué botín estamos profanando.