La muerte grandota

– Ponle este cigarro a la flaca, ándale.
– ¿La flaca fuma, papá?
– ¡Que si fuma la condenada!

Imposible no acercarse y platicar sobre la efigie de la Santa Muerte que tenemos enfrente. “A la muerte la hizo Dios con sus propias manos.” Me entero de que Alejandro –treinta y tantos años, en bicicleta– es un chamán nato y ha podido comunicarse con santos, aunque no me dice sus nombres porque no es bueno pronunciarlos. Le gustan mis preguntas, las responde con franqueza, sobre todo después de que menciono el Kybalión. “Pero no son siete principios, sino 13, lo que pasa es que la humanidad no está preparada para conocer los demás”, aclara sin importarle que una señora en silla de ruedas acabe de exclamar detrás de nosotros:

– ¿Qué va a tener esa de santa?
– Ay, mamá, cállate.
– ¿Qué tiene? ¡Así hablo yo, es la verdad!

Estamos en Alfarería 12, en la colonia Morelos. Desde aquí se ve la estatua de Morelos que le regaló Maximiliano al pueblo de México (y cómo no, si su hijo fue a pedirle que gobernara el país). Vine para hablar con un conductor de televisión estadounidense sobre el altar de la Santa Muerte que puso la señora Enriqueta Romero Romero –doña Queta– hace 12 años. Sin embargo ella cree en su “niña hermosa” desde hace 57. En las inmediaciones del altar más famoso de Tepito me fijo en un gatito de pocas semanas, un perro cariñoso, tortugas en una tina. Cigarros. Latas de cerveza (vacías). Muchas veladoras. Símbolos de santeros en la calle. En el pecho de doña Queta un collar de la religión Palo Mayombe que le regaló uno de sus siete hijos (tiene 57 nietos y 34 bisnietos).
¿Sus hijos, nietos y bisnietos también creen en la Santa Muerte?
No, no, no, no embarres. En mi familia hay de todas las religiones y nos juntamos y nos queremos un chingo y es una familia unida, vamos a pachangas y todo, pero jamás toques un punto tan delicado, enséñate a respetar, yo respeto lo tuyo, y tú lo mío. De todas formas, hay un solo Dios para todos.

¿Y un solo diablo también?
Bueno, yo al diablo lo quiero mucho, ¿cómo ves?

¿Por qué?
Porque no lo conozco. ¿Tú lo conoces?

No, pues no.
Tú me estás hablando de un wey que no conoces, ¿quiúbole? Yo a ese wey ni lo conozco, pero ¿qué crees?, que yo le digo [toca el piso]: “Hola, ¿cómo amaneciste, mijo?, cuídame”. [Se ríe.] Si el de abajo realmente existiera, ya nos hubiera cargado la chingada, ¿dónde estariamos? Es una gran mentira. En cualquier caso, la muerte trabaja para Dios y no para el diablo.

¿Y usted para quién trabaja?
Para nadie, chingue su madre, a mí me mantiene mi marido, hijo. [Se ríe.]

Doña Queta es amable, te mira a los ojos, se entusiasma. Cuesta trabajo creer que tiene 70 años y que le quitaron un pulmón a causa de un cáncer superado recientemente. Se le ve llena de vida, se ríe sin perder solemnidad. Su local, a un lado del altar, lo atiende de 9 a 20:30 horas. Ahí vende libros, medallitas, veladoras. El barrio la respeta. La muerte también.

¿Por qué será que en México hablar de la muerte no es un tabú como en otros lados?
Porque aquí somos bien chingones y vamos con la verdad de las verdades: la muerte es la muerte y es algo de lo que jamás te vas a librar. Es una tontería no querer saber de la muerte si es lo más hermoso. La muerte es un mandato de Dios, ella es un ser tan lindo y hermoso que nuestra fe hace que nos cuide. Ella nos ama y nos cuida. Pero tú naces con un destino, no eres eterno, de que te vas a caer te vas a caer.

Pero, ¿no es horrible pensar en la muerte?
¿Para qué piensas que te vas a morir? ¿Qué es morirse?, ¿tú lo sabes? Si no lo sabes, ¿para qué lo piensas? Mejor piensa en lo hermosa que es la vida.

Cuando la muerte llegue por usted, ¿qué le gustaría decirle?
Bueno, yo nada, ni ella a mí porque ella es ciega, sorda y muda, ¿qué me puede decir?
¿No le tiene usted miedo?
Yo no le tengo miedo a lo desconocido.

¿A qué sí le tiene miedo?
A nada, a nada.

¿Cómo le hace usted para ser tan fuerte?
Primero que nada yo me quiero un chingo, soy primero yo, luego yo y al último yo, yo me sé querer, tengo un chingo de gente que me quiere porque yo los sé querer a ellos.

La necesitan, debo apagar la grabadora. Me gustaría regresar, que me pegue su vitalidad, sus ideas (“no existe la mala suerte, existen los huevones”), volver a encontrarme con Alejandro, preguntarle si los seis principios del Kybalión que se desconocen no tendrán alguna relación con las seis vidas que le quedan a doña Queta.
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(JORGE PEDRO URIBE LLAMAS)