Un año no tan nuevo, por @guillermosorno

Comienza un nuevo año y todos llegamos con buenos deseos con la expectativa de que 2015 sea un mejor año. El 2014 fue sombrío, un auténtico annus horribilis. La atención de las tragedias se concentraron en la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, el asesinato de civiles por militares en Tlatlaya y los feminicidios en el Estado de México. Hubo, sin embargo, otro tema que parecemos haber normalizado en el catálogo de horrores mexicanos: la violencia contra los periodistas.

 De acuerdo con la organización Artículo 19, en el año 2014 se contaron 200 agresiones en contra de la prensa; dicen, el año más violento en este rubro desde el 2007. Hay un patrón anual que explica esta fotografía de manera escalofriante, con pequeñas variaciones, 60% de las agresiones en contra de periodistas son hechas por funcionarios públicos. En cualquier otro país esto sería un escándalo, aquí no. En nuestro catálogo de horrores también figura la prepotencia de los servidores públicos. Como si agrediendo a quienes les cuestionan, confirmaran su identidad de funcionario auspiciado por un régimen que consiente la impunidad a cambio de mantener pactos de corrupción que hagan funcional el cooptado aparato estatal.

La normalización de la violencia contra la prensa nos deja a todos indefensos. A diferencia de lo que se piensa, el mensaje ulterior de un crimen contra aquellos que comunican, no se trata de un asunto que se inscribe en la esfera individual, sino que impacta en la esfera colectiva, en lo público ¿Cómo y por qué expresarnos si a quien lo hace se le agrede? ¿A quién acudir si son las autoridades las que encabezan la lista de agresores?

El fenómeno adquiere su enfoque más nítido en el estado de Veracruz. El 11 de febrero de 2014 en la región de Las Choapas se encontró el cadáver del periodista Gregorio Jiménez, reportero de Notisur y del Liberal del Sur; como si se tratase de un modus operandi, el gobierno negó que el asesinato estuviera relacionado con su actividad periodística. Lo mismo ha hecho de forma sistemática con los 15 periodistas asesinados o los 4 desaparecidos en Veracruz. El ninguneo del gobierno estatal como signo de complicidad con el crimen, el uso de las instituciones locales para fabricar culpables o acallar las críticas como un monumento a la impunidad.

El pasado 2 de enero, Moisés Sánchez Cerezo se encontraba en su domicilio cuando un comando de hombres armados lo sustrajeron y se llevaron cámara, celular y computadora. Moisés es director del periódico La Unión del municipio de Medellín de Bravo. La primera declaración del gobernador, Javier Duarte, fue que Moisés ni siquiera se dedicaba al periodismo, que trabajaba de taxista; lo anterior, lo único que explica es el contexto tan precario en que se ejerce el periodismo en México; el colmo, Luis Ángel Bravo, el procurador, dijo que “no hay indicios de que se trate de un secuestro” (aquí me declaro confundido con el significado de la palabra). La procuraduría local ha dicho que la desaparición de Moisés se debe a “sus diferencias como activista” con el alcalde de Medellín. La negación como método por un lado y, el cinismo, por el otro: como si el hecho de que un comando vulnere la casa de cualquier persona fuera algo normal para “los activistas”; como si esa explicación, a todas luces insuficiente, eximiera de responsabilidad a las autoridades de una investigación a fondo.

La pregunta sigue siendo ¿Dónde está Moisés Sánchez?

Que nuestro catálogo de horrores no nos haga olvidar la importancia de éstas tragedias cotidianas.

(Guillermo Osorno)